Un fragmento de Ebano, el célebre texto de Ryszard Kapuscinski. Ojalá el 2008 traiga menos pesares.
Niños solos y abandonados van allí donde se estacionan las tropas, donde hay cuarteles, campamentos o etapas. A fuerza de ayudar y trabajar, acaban formando parte del ejército: son "hijos del regimiento". Reciben un arma y no tardan en pasar por el bautismo del fuego. Sus colegas mayores (¡también niños!) a menudo se muestran perezosos, y cuando hay una batalla con el enemigo a la vista, mandan a los pequeños al frente, a la primera línea de fuego. Estas escaramuzas armadas de la chiquillería resultan especialmente encarnizadas y sangrientas, porque el niño carece del instinto de conservación, no siente ni comprende el horror de la muerte, desconoce el miedo que sólo la madurez le hará conocer.
Las guerras de niños se han hecho posibles también gracias al desarrollo tecnológico. Hoy las armas de repetición de mano son ligeras y cortas; sus nuevas generaciones se asemejan cada vez más a juguetes infantiles. El viejo máuser era demasiado grande, pesado y largo para un crío. El niño pequeño tenía el brazo demasiado corto para llegar al gatillo sin esfuerzo y, también, el punto de mira resultaba excesivamente lejano para su ojo. Las armas modernas, al eliminar tales inconvenientes, solucionan estos problemas. Su tamaño se ajusta tan perfectamente a la silueta de un niño que más bien causan un efecto infantil y gracioso en manos de un soldado alto y fornido.
El hecho de que el niño sólo sea capaz de usar armas de mano, de alcance corto (pues no sabe dirigir el fuego de una batería de artillería ni tampoco pilotar un bombardero), ha hecho que los combates en las guerras de los niños adquieran la forma de un choque directo, de un contacto físico, casi de un cuerpo a cuerpo: los pequeños se disparan a quemarropa, hallándose a un paso los unos de los otros. Los efectos de estos duelos suelen ser aterradores, pues no sólo mueren los que caen fulminados en el campo de batalla. Dadas las condiciones en que se desarrollan aquellas guerras, también pronto acaban muriendo los heridos: de hemorragias, de infecciones y por falta de medicinas.
lunes, 31 de diciembre de 2007
miércoles, 26 de diciembre de 2007
El Hacedor
Un fragmento del gran Jorge Luis
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo xviii, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologias del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Asi mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo xviii, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologias del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Asi mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.
jueves, 20 de diciembre de 2007
Las palmeras salvajes
Un breve, brevísimo fragmento de Faulkner. Tan solitario como el día, porque como dijo Neruda...
"Y aquí estoy yo, brotado entre las ruinas,
mordiendo solo todas las tristezas,
como si el llanto fuera una semilla
y yo el único surco de la tierra".
No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.
"Y aquí estoy yo, brotado entre las ruinas,
mordiendo solo todas las tristezas,
como si el llanto fuera una semilla
y yo el único surco de la tierra".
No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.
lunes, 17 de diciembre de 2007
Conducta en los velorios
Solo es un abrebocas, para que lo busquen y lo lean. Que niño grande era Julio.
No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis.
No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. Mi prima segunda, la mayor, se encarga de cerciorarse de la índole del duelo, y si es de verdad, si se llora porque llorar es lo único que les queda a esos hombres y a esas mujeres entre el olor a nardos y a café, entonces nos quedamos en casa y los acompañamos desde lejos. A lo sumo mi madre va un rato y saluda en nombre de la familia; no nos gusta interponer insolentemente nuestra vida ajena a ese dialogo con la sombra. Pero si de la pausada investigación de mi prima surge la sospecha de que en un patio cubierto o en la sala se han armado los trípodes del camelo, entonces la familia se pone sus mejores trajes, espera a que el velorio este a punto, y se va presentando de a poco pero implacablemente.
En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes. Llegamos de a uno o de a dos, saludamos a los deudos, a quienes se reconoce fácilmente porque lloran apenas ven entrar a alguien, y vamos a inclinarnos ante el difunto, escoltados por algún pariente cercano. Una o dos horas después toda la familia esta en la casa mortuoria, pero aunque los vecinos nos conocen bien, procedemos como si cada uno hubiera venido por su cuenta y apenas hablamos entre nosotros. Un método preciso ordena nuestros actos, escoge los interlocutores con quienes se departe en la cocina, bajo el naranjo, en los dormitorios, en el zaguán, y de cuando en cuando se sale a fumar al patio o a la calle, o se da una vuelta a la manzana para ventilar opiniones políticas y deportivas. No nos lleva demasiado tiempo sondear los sentimientos de los deudos más inmediatos, los vasitos de caña, el mate dulce y los Particulares livianos son el puente confidencial; antes de media noche estamos seguros, podemos actuar sin remordimientos. Por lo común mi hermana la menor se encarga de la primera escaramuza; diestramente ubicada a los pies del ataúd, se tapa los ojos con un pañuelo violeta y empieza a llorar, primero en silencio, empapando el pañuelo a un punto increíble, después con hipos y jadeos, y finalmente le acomete un ataque terrible de llanto que obliga a las vecinas a llevarla a la cama preparada para esas emergencias, darle a oler agua de azahar y consolarla, mientras otras vecinas se ocupan de los parientes cercanos bruscamente contagiados por la crisis.
martes, 11 de diciembre de 2007
Ego y Muerte
Es bueno, es ingenioso y es de Hugo... ese buitrago que aparece y desaparece de estas páginas.
Allí está el asunto: los egos y la muerte. Si el paraíso fuera paraíso, Guayasamín haría un retrato de Cortazar exalando el humo del último faso del último fardo, mientras "El Pájaro" Parker berrea Loverman, observando la mano de Raúl deslizarse sigilosa por la entrepierna de Wilde.
Del otro lado de la sala, apenas perceptible por las rancias luces de las lámparas empotradas en el centro de cada mesa, forradas en imitaciones de seda de colores y reflejantes de aves, tigres de bengala y dragones coloidales, un largo sorbo de ron bajaría por la garganta de Hemmingway, mojando el relato de su último encuentro boxístico (perdió con una escopeta comenta); y la Kalho, y la Pizarnik y la Mistral, lo interrumpen con su concurso de tequila.
Sobre la barra, casi sutilmente, Marlon Brando hace el amor a una negra cubana de inmensas caderas y diminutos senos, apaludido por James Dean que apenas y puede mantener los anteojos en su sitio. Observa y se acaricia Marilyn Monroe, secundada por Janis Joplin que empieza a gemir una imporvisación al ritmo del saxo de Charly, que ha optado por ampliar su Loverman otros nueve minutos... Borges decide al fin copular mientras se observa en un espejo y Caicedo Andrés comparte su marihuana con Arango Gonzalo quien despotrica mil veces de Yoko Ono y de Angelita.
Lenon no mira a nadie, Tagore medita, Gandhi arde en el infierno con otro par de monjas.
Pero el paraíso no es el paraíso y aquí los egos no nos dejan ver. Vendrá la muerte.
Allí está el asunto: los egos y la muerte. Si el paraíso fuera paraíso, Guayasamín haría un retrato de Cortazar exalando el humo del último faso del último fardo, mientras "El Pájaro" Parker berrea Loverman, observando la mano de Raúl deslizarse sigilosa por la entrepierna de Wilde.
Del otro lado de la sala, apenas perceptible por las rancias luces de las lámparas empotradas en el centro de cada mesa, forradas en imitaciones de seda de colores y reflejantes de aves, tigres de bengala y dragones coloidales, un largo sorbo de ron bajaría por la garganta de Hemmingway, mojando el relato de su último encuentro boxístico (perdió con una escopeta comenta); y la Kalho, y la Pizarnik y la Mistral, lo interrumpen con su concurso de tequila.
Sobre la barra, casi sutilmente, Marlon Brando hace el amor a una negra cubana de inmensas caderas y diminutos senos, apaludido por James Dean que apenas y puede mantener los anteojos en su sitio. Observa y se acaricia Marilyn Monroe, secundada por Janis Joplin que empieza a gemir una imporvisación al ritmo del saxo de Charly, que ha optado por ampliar su Loverman otros nueve minutos... Borges decide al fin copular mientras se observa en un espejo y Caicedo Andrés comparte su marihuana con Arango Gonzalo quien despotrica mil veces de Yoko Ono y de Angelita.
Lenon no mira a nadie, Tagore medita, Gandhi arde en el infierno con otro par de monjas.
Pero el paraíso no es el paraíso y aquí los egos no nos dejan ver. Vendrá la muerte.
viernes, 7 de diciembre de 2007
Bordas de hielo
... y murió en París en aguacero
Vengo a verte pasar todos los días,
vaporcito encantado siempre lejos...
Tus ojos son dos rubios capitanes;
tu labio es un brevísimo pañuelo
rojo que ondea en un adiós de sangre!
Vengo a verte pasar; hasta que un día,
embriagada de tiempo y de crueldad,
vaporcito encantado siempre lejos,
la estrella de la tarde partirá!
Las jarcias; vientos que traicionan; vientos
de mujer que pasó!
Tus fríos capitanes darán orden;
y quien habrá partido seré yo...
Vengo a verte pasar todos los días,
vaporcito encantado siempre lejos...
Tus ojos son dos rubios capitanes;
tu labio es un brevísimo pañuelo
rojo que ondea en un adiós de sangre!
Vengo a verte pasar; hasta que un día,
embriagada de tiempo y de crueldad,
vaporcito encantado siempre lejos,
la estrella de la tarde partirá!
Las jarcias; vientos que traicionan; vientos
de mujer que pasó!
Tus fríos capitanes darán orden;
y quien habrá partido seré yo...
miércoles, 5 de diciembre de 2007
La conservación de los recuerdos
Vamos a terminar este pequeño ciclo del cronopio mayor con este texto.
Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: "Excursión a Quilmes", o: "Frank Sinatra".
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: "No vayas a lastimarte", y también: "Cuidado con los escalones." Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay una gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.
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