Si. Ya lo se. No he actualizado la página como es debido. No es que la pasión por buscar estas historias se haya agotado. Es física falta de tiempo. Inicia la feria del libro y lanzamos cincuenta y una novelas de un solo golpe. El trabajo ha sido enorme. Pero ya empezó a dar sus frutos. Ojalá puedan estar conmigo, aunque los lectores de estas historias están, en su mayoría, lejos. El 5 de mayo volverán, con todas las de la ley, estas historias de pardo. Un abrazo para todos
http://www.eltiempo.com/cultura/libros/noticias/ARTICULO-WEB-NOTA_INTERIOR-4110592.html
lunes, 21 de abril de 2008
miércoles, 16 de abril de 2008
Lolita Golondrinas
Un fragmento de Lolita Golondrinas. 50 novelas colombianas y una pintada.
Y viene un largo silencio, un deslizarse a buena marcha con la detención obligada en los semáforos, un accionar el radio casete para oír la voz de Julio Iglesias y su último éxito y ella tarareando al principio, acompañándolo luego con un tono que él escucha encantado haciéndole requiebros, ensalzando sus virtudes y ella, riendo apenas y mirándolo al descuido continúa elevando su voz dulce que le recuerda a una vieja cantante de boleros.
—¿Qué haces tú aquí?, tu nombre completo es…
—Feliciano, Feliciano Bustos Aroca para servirle a usted, dice solemne, imitando una presentación teatral. ¿Y yo con quién tengo el honor?, completa el parlamento.
—Tienes el honor de tratar con la reina estudiantil del colegio Americano, nada más y nada menos que con Loooooolita Golondrinas. Bueno ¿qué te digo?, simplemente Lolita, como la del libro, como la de la película, pero no, no es para tanto, ¿no? No es para tanto. Ni tanto honor ni tanta indignidad, ¿eh? No soy una copia de nadie. Sólo Lolita Golondrinas, dijo ya seria y con una leve y no oculta tristeza.
—¿Y por qué Golondrinas? ¿De dónde ese apellido? ¿O es un apodo?, inquiere él buscando sostener el ritmo del encuentro.
—Mi apellido real es Díaz. Mi padre nos abandonó hace ya mucho y yo de días pasé a noches y de un lado a otro hasta que quise cambiarme el apellido. Golondrinas, me dije una tarde y ya lo ves. Así me quedé por propio gusto. ¿Te parece muy feo?
—Sí. ¿Qué era yo al fin y al cabo, Feliciano?
Y viene un largo silencio, un deslizarse a buena marcha con la detención obligada en los semáforos, un accionar el radio casete para oír la voz de Julio Iglesias y su último éxito y ella tarareando al principio, acompañándolo luego con un tono que él escucha encantado haciéndole requiebros, ensalzando sus virtudes y ella, riendo apenas y mirándolo al descuido continúa elevando su voz dulce que le recuerda a una vieja cantante de boleros.
—¿Qué haces tú aquí?, tu nombre completo es…
—Feliciano, Feliciano Bustos Aroca para servirle a usted, dice solemne, imitando una presentación teatral. ¿Y yo con quién tengo el honor?, completa el parlamento.
—Tienes el honor de tratar con la reina estudiantil del colegio Americano, nada más y nada menos que con Loooooolita Golondrinas. Bueno ¿qué te digo?, simplemente Lolita, como la del libro, como la de la película, pero no, no es para tanto, ¿no? No es para tanto. Ni tanto honor ni tanta indignidad, ¿eh? No soy una copia de nadie. Sólo Lolita Golondrinas, dijo ya seria y con una leve y no oculta tristeza.
—¿Y por qué Golondrinas? ¿De dónde ese apellido? ¿O es un apodo?, inquiere él buscando sostener el ritmo del encuentro.
—Mi apellido real es Díaz. Mi padre nos abandonó hace ya mucho y yo de días pasé a noches y de un lado a otro hasta que quise cambiarme el apellido. Golondrinas, me dije una tarde y ya lo ves. Así me quedé por propio gusto. ¿Te parece muy feo?
—Sí. ¿Qué era yo al fin y al cabo, Feliciano?
lunes, 14 de abril de 2008
La feria del libro de Bogotá
17 toneladas de papel, 50 novelistas, un pintor, dos editoriales, y un mundo de gente. Eso es parte de lo que hay detrás de 50 novelas colombianas y una pintada. La colección que bajo mi dirección editorial presentamos con PIjao Editores. Son 50 de los más importantes novelistas del país, con carátulas del pintor colombiano Darío Ortíz. El libro 51 de la colección es un pequeño libro de arte con todas las carátulas, como si fuera una novela. La apuesta es grande. los 51 libros salen el mismo día. La feria es ahora nuestra fiesta. Si quiere saber más de 50 novelas colombianas y una pintada, escríbame. Si está en Colombia, y piensa ir a la feria, estaremos en el pabellón 3 stand 642, en el primer piso. Le gustará la experiencia de disfrutar el arte y la literatura.
martes, 8 de abril de 2008
El lobo estepario
El fauno me recordó hoy a Harry Haller, y yo, aullo con ambos.
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días
llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta
semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días
llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta
semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba, detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.
lunes, 7 de abril de 2008
El ahogado más hermoso del mundo
Uno de los cuentos más hermosos del mundo
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
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