Y claro. Alguien tenía quejarse de la onda periodística en la que ando. Ahi les va un par de animalejos. El cuervo, de Poe, cedido por el Buitre, Hugo Andrei Buitrago. Les pongo la primera parte... quieren la segunda?
Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
"Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más."
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
"Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más."
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
"Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía."
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: "¿Leonora?"
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: "¡Leonora!"
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
"Ciertamente -me dije-, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio."
¡Es el viento, y nada más!
martes, 26 de agosto de 2008
José Félix Fuenmayor
Dirigir un diario es mucho más extenuante de lo que alguna vez pensé. El acelere de los cierres a veces no da espacio para la reflexión. Aquí les regalo una crónica de Álvaro Cepeda Zamudia sobre José Félix Fuenmayor, soñando con que alguna vez logre ser como el viejo director de El Liberal.
Frente a don José Félix siempre tuve la sensación de que era más joven que yo. Más joven que todos nosotros: que García Márquez, que Alejandro Obregón, que Germán Vargas, que Juanbecito Fernández, que Quique Scopell, y más joven que su propio hijo Alfonso Fuenmayor.
Al principio fastidiaba un poco el salir a las cuatro y media del Colegio Americano, bajar hasta la Calle San Blas, tirar los textos de literatura sobre una mesa del Café Colombia, ver llegar a don José Félix con su papelera negra y su sombrero blando y descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo, que era más liberal que yo, que sus ideas iban mucho más lejos que las mías y, sobre todo, que resultaba siempre más joven que yo.
Un día me regaló la colección de su periódico El Liberal, que dirigió en Barranquilla por el año 1900. Y lo que encontré allí ya no me sorprendió: El Liberal era, cincuenta años después, más moderno, más periodístico y más liberal que todo lo que se hacía en Colombia. Hoy he vuelto a hojear el tomo inmenso, gordo y marrón de la colección de El Liberal y sigo pensando lo mismo.
Don José Félix fue, antes que nada, un periodista. Un gran periodista. Y de allí salió el escritor, el gran escritor; de ser periodista, de la avidez constante por escarbar y descubrir lo que hay detrás del hecho diario, del constante contacto con esta cosa tan grandiosa y tonta que es el hombre viviendo su diaria vida; de ser periodista, totalmente periodista, le vino a don José Félix su gran capacidad de ser joven, que es lo mismo que entenderlo todo.
Una vez se lo dije: le espeté mi teoría sobre que para poder hacer algo bien, ya sea escribir un libro, plantar un árbol o tener un hijo, hay que ser primero un buen periodista. Se rió, con esa risa alegre y callada suya, y volviéndose no sé a quién, dijo: “Alvaro —porque nunca me quitó la tilde de la a— cree que yo soy periodista y no sabe que yo lo que soy es un viejo socarrón”.
Socarrón y periodista, digo yo.
1966.
Frente a don José Félix siempre tuve la sensación de que era más joven que yo. Más joven que todos nosotros: que García Márquez, que Alejandro Obregón, que Germán Vargas, que Juanbecito Fernández, que Quique Scopell, y más joven que su propio hijo Alfonso Fuenmayor.
Al principio fastidiaba un poco el salir a las cuatro y media del Colegio Americano, bajar hasta la Calle San Blas, tirar los textos de literatura sobre una mesa del Café Colombia, ver llegar a don José Félix con su papelera negra y su sombrero blando y descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo, que era más liberal que yo, que sus ideas iban mucho más lejos que las mías y, sobre todo, que resultaba siempre más joven que yo.
Un día me regaló la colección de su periódico El Liberal, que dirigió en Barranquilla por el año 1900. Y lo que encontré allí ya no me sorprendió: El Liberal era, cincuenta años después, más moderno, más periodístico y más liberal que todo lo que se hacía en Colombia. Hoy he vuelto a hojear el tomo inmenso, gordo y marrón de la colección de El Liberal y sigo pensando lo mismo.
Don José Félix fue, antes que nada, un periodista. Un gran periodista. Y de allí salió el escritor, el gran escritor; de ser periodista, de la avidez constante por escarbar y descubrir lo que hay detrás del hecho diario, del constante contacto con esta cosa tan grandiosa y tonta que es el hombre viviendo su diaria vida; de ser periodista, totalmente periodista, le vino a don José Félix su gran capacidad de ser joven, que es lo mismo que entenderlo todo.
Una vez se lo dije: le espeté mi teoría sobre que para poder hacer algo bien, ya sea escribir un libro, plantar un árbol o tener un hijo, hay que ser primero un buen periodista. Se rió, con esa risa alegre y callada suya, y volviéndose no sé a quién, dijo: “Alvaro —porque nunca me quitó la tilde de la a— cree que yo soy periodista y no sabe que yo lo que soy es un viejo socarrón”.
Socarrón y periodista, digo yo.
1966.
domingo, 17 de agosto de 2008
Teresita, la descuartizada
No sé a quién le escuché que un reportero es aquel que cuando tiembla, se olvida de su familia y sale a la calle a ver qué pasó con los demás. Aquí les va una crónica de Felipe González Toledo que hizo historia en el periodismo colombiano.
El domingo 13 de noviembre de 1949, la historia de la página roja se partió en dos con el hallazgo de un cadáver descuartizado, cuyos pedazos emergieron de las sucias aguas del río Fucha, en el sector de La Fragita, al occidente de Bogotá. El cadáver, pulcramente diseccionado , pertenece a una rozagante y otoñal mujer. Sus uñas y manos se ven cuidadas con esmero. No aparece ropa interior, pero sus piernas están cubiertas con medias de nylon, aseguradas con una liga por encima de la rodilla.
El detective 631 y un ex detective famoso por su increíble olfato, Mario Plinio, se encargaron de la investigación. Su difícil tarea se estrella contra dos imponderables. La justicia no les proporciona a los sabuesos un vehículo para sus desplazamientos, por lo que deben realizar sus diligencias en bus, y a las 7 de la noche deben suspender el trabajo y recogerse en casa, pues el riguroso toque de queda, que por esta época de violencia política impera en Bogotá, no excluye a nadie, ni siquiera a los investigadores del crimen de Teresita la descuartizada.
El cadáver pertenece a María Teresa Buitrago de Lamarca. Dama cuarentona, propietaria de algunos bienes en Bogotá, entre otros un negocio de tienda y café, situado en la calle 59, entre Caracas y carrera 15, sitio que compartió con su esposo, el italiano, Angelo Lamarca, de 30 años, durante los últimos 8 meses.
Una semana antes del hallazgo del cadáver, el mismo italiano había denunciado a las autoridades la desaparición de su mujercita. Según su versión, el 31 de octubre Teresa salió a oír la santa misa y jamás regresó. A tiempo que los investigadores solicitaban la detención del italiano, la prensa los secundaba especulando con imaginativas hipótesis, que sólo surgen de la mente de un reportero en lo judicial o de un detective en lo criminal.
La más famosa de las indagatorias hechas al italiano duró 12 horas. Lamarca se mantuvo sereno e inconmovible y manejó con seguridad todos los requerimientos de información y las preguntas cruzadas.
No cayó en una sola contradicción. Sus coartadas parecían perfectas. La fatigante indagatoria terminó con una lapidaria frase de Lamarca: Si yo maté a mi mujer, que Dios me quite la vida .
Los chicos de la prensa y los detectives identificaron tres posibles motivos del asesinato: El primero se basaba en un antecedente ocurrido tres años atrás en el mismo cafetín. Vecinos del establecimiento de Teresa eran los miembros de la familia Ballesteros. Uno de ellos, Pedro, de 22 años, se convirtió en asiduo cliente, logró que le fiaran y nunca pagó. Teresa le cerró, no sólo el crédito, sino la puerta en las narices. El 21 de diciembre de 1946, regresó Pedro borracho a la tienda, insultó a los clientes, atacó a Teresa y ella, ni corta ni perezosa, le descerrajó un disparo en medio de las cejas. La muerte de Pedro enardeció a los vecinos, quienes juraron vengarse. Serían los Ballesteros agentes del asesinato? La segunda hipótesis vinculaba al ex amante de Teresita, Francisco Díaz. Este hombre no había podido desatar los hilos de la pasión que lo ligaron a la cuarentona durante ocho años. En alguna ocasión le escucharon la amenaza: Teresita, si usted se casa, la mato. Sería Pacho Díaz, acosado por los celos, el autor del crimen? La tercera y última reflexión de los investigadores vinculaba el asesinato a turbios negocios en los que Teresita estaría involucrada.
En la inspección ocular de su casa, dos libros que descansaban sobre la mesa de noche revelaban su personalidad. El secreto de los amantes y una edición barata de Las poesías de Gabriel D Annunzio.
Igualmente, fueron hallados la bata de baño de Angelo, con un irritante olor a cadaverina, y unos zapatos lavados minuciosamente en los que aún se observaban manchas de sangre. No hallaron inexplicablemente ningún cuchillo en la casa, y la estufa de carbón apareció impecablemente limpia.
En el vecindario aparecieron testigos claves. Ana del Carmen, sirvienta de una casa vecina (gracias a que en esos tiempos no había telenovelas), vio a Lamarca, vestido de gris, dos días después de la desaparición de Teresa, cuando sacaba tres maletas de la vivienda y las colocaba en la parte trasera de un vehículo azul oscuro. Otro hombre, vestido de negro, acompañaba al italiano. Esta misma versión fue corroborada por su patrona y por otros curiosos vecinos.
En sucesivas indagatorias, Angelo Lamarca continuó fresco, sereno y seguro, hasta cuando sucedieron dos sucesos extraordinarios.
Primero, en los archivos judiciales aparecieron sus antecedentes. Por la época del 9 de abril del 48, Angelo fue acusado por otra madura mujer, esta vez casada, de haberla enamorado para obligarla a vender su casa. Con los 14.000 pesos producto de la venta, el chulo italiano se voló para Barranquilla.
Y, finalmente, al mes y medio del crimen aparecieron las maletas, aguas abajo del sitio donde se encontró el cadáver. Sí, esas maletas eran de Teresa, se las prestó a un amigo para viajar a Venezuela .
El crimen de La otoñal mujer de mucho mundo, Teresita la descuartizada , estaba resuelto, gracias al detective 631 y al fino olfato de los cronistas judiciales. Lamarca no era tan angelo como aparentaba ser.
El domingo 13 de noviembre de 1949, la historia de la página roja se partió en dos con el hallazgo de un cadáver descuartizado, cuyos pedazos emergieron de las sucias aguas del río Fucha, en el sector de La Fragita, al occidente de Bogotá. El cadáver, pulcramente diseccionado , pertenece a una rozagante y otoñal mujer. Sus uñas y manos se ven cuidadas con esmero. No aparece ropa interior, pero sus piernas están cubiertas con medias de nylon, aseguradas con una liga por encima de la rodilla.
El detective 631 y un ex detective famoso por su increíble olfato, Mario Plinio, se encargaron de la investigación. Su difícil tarea se estrella contra dos imponderables. La justicia no les proporciona a los sabuesos un vehículo para sus desplazamientos, por lo que deben realizar sus diligencias en bus, y a las 7 de la noche deben suspender el trabajo y recogerse en casa, pues el riguroso toque de queda, que por esta época de violencia política impera en Bogotá, no excluye a nadie, ni siquiera a los investigadores del crimen de Teresita la descuartizada.
El cadáver pertenece a María Teresa Buitrago de Lamarca. Dama cuarentona, propietaria de algunos bienes en Bogotá, entre otros un negocio de tienda y café, situado en la calle 59, entre Caracas y carrera 15, sitio que compartió con su esposo, el italiano, Angelo Lamarca, de 30 años, durante los últimos 8 meses.
Una semana antes del hallazgo del cadáver, el mismo italiano había denunciado a las autoridades la desaparición de su mujercita. Según su versión, el 31 de octubre Teresa salió a oír la santa misa y jamás regresó. A tiempo que los investigadores solicitaban la detención del italiano, la prensa los secundaba especulando con imaginativas hipótesis, que sólo surgen de la mente de un reportero en lo judicial o de un detective en lo criminal.
La más famosa de las indagatorias hechas al italiano duró 12 horas. Lamarca se mantuvo sereno e inconmovible y manejó con seguridad todos los requerimientos de información y las preguntas cruzadas.
No cayó en una sola contradicción. Sus coartadas parecían perfectas. La fatigante indagatoria terminó con una lapidaria frase de Lamarca: Si yo maté a mi mujer, que Dios me quite la vida .
Los chicos de la prensa y los detectives identificaron tres posibles motivos del asesinato: El primero se basaba en un antecedente ocurrido tres años atrás en el mismo cafetín. Vecinos del establecimiento de Teresa eran los miembros de la familia Ballesteros. Uno de ellos, Pedro, de 22 años, se convirtió en asiduo cliente, logró que le fiaran y nunca pagó. Teresa le cerró, no sólo el crédito, sino la puerta en las narices. El 21 de diciembre de 1946, regresó Pedro borracho a la tienda, insultó a los clientes, atacó a Teresa y ella, ni corta ni perezosa, le descerrajó un disparo en medio de las cejas. La muerte de Pedro enardeció a los vecinos, quienes juraron vengarse. Serían los Ballesteros agentes del asesinato? La segunda hipótesis vinculaba al ex amante de Teresita, Francisco Díaz. Este hombre no había podido desatar los hilos de la pasión que lo ligaron a la cuarentona durante ocho años. En alguna ocasión le escucharon la amenaza: Teresita, si usted se casa, la mato. Sería Pacho Díaz, acosado por los celos, el autor del crimen? La tercera y última reflexión de los investigadores vinculaba el asesinato a turbios negocios en los que Teresita estaría involucrada.
En la inspección ocular de su casa, dos libros que descansaban sobre la mesa de noche revelaban su personalidad. El secreto de los amantes y una edición barata de Las poesías de Gabriel D Annunzio.
Igualmente, fueron hallados la bata de baño de Angelo, con un irritante olor a cadaverina, y unos zapatos lavados minuciosamente en los que aún se observaban manchas de sangre. No hallaron inexplicablemente ningún cuchillo en la casa, y la estufa de carbón apareció impecablemente limpia.
En el vecindario aparecieron testigos claves. Ana del Carmen, sirvienta de una casa vecina (gracias a que en esos tiempos no había telenovelas), vio a Lamarca, vestido de gris, dos días después de la desaparición de Teresa, cuando sacaba tres maletas de la vivienda y las colocaba en la parte trasera de un vehículo azul oscuro. Otro hombre, vestido de negro, acompañaba al italiano. Esta misma versión fue corroborada por su patrona y por otros curiosos vecinos.
En sucesivas indagatorias, Angelo Lamarca continuó fresco, sereno y seguro, hasta cuando sucedieron dos sucesos extraordinarios.
Primero, en los archivos judiciales aparecieron sus antecedentes. Por la época del 9 de abril del 48, Angelo fue acusado por otra madura mujer, esta vez casada, de haberla enamorado para obligarla a vender su casa. Con los 14.000 pesos producto de la venta, el chulo italiano se voló para Barranquilla.
Y, finalmente, al mes y medio del crimen aparecieron las maletas, aguas abajo del sitio donde se encontró el cadáver. Sí, esas maletas eran de Teresa, se las prestó a un amigo para viajar a Venezuela .
El crimen de La otoñal mujer de mucho mundo, Teresita la descuartizada , estaba resuelto, gracias al detective 631 y al fino olfato de los cronistas judiciales. Lamarca no era tan angelo como aparentaba ser.
miércoles, 13 de agosto de 2008
Botero contra el olvido
Ahora que transito por la onda periodística, comparto con ustedes una crónica de Germán Santamaría sobre Fernando Botero. Que tal?
En Roma y en esta luminosa tarde de verano, todos los caminos conducen hasta Botero. Tan cerca de las ruinas imperiales de la Vía del Foro Romano, frente al blanco y esperpéntico monumento al Rey Vittorio Emrnanuele, en la plaza Venezia, el viento agita los grandes pendones que anuncian la exposición de Fernando Botero en el Palazzo Venezia. Es una gigantesca construcción republicana, gris, de ventanas pequeñas, y sus salones sombríos tienen hasta 25 metros de altura y cien de profundidad. Desde el balcón que da a la plaza Venezia Benito Mussolini. declaró varias guerras. Al final de uno de estos gigantescos salones estaba el escritorio del Duce y cada visitante tenía que caminar esos cien metros bajo las gigantescas lámparas y altísimos techos recamados, de tal manera que, mirando siempre al frente la figura del dictador, llegaba hasta él extenuado, con el ego arrastrado.
Ahora el Palazzo es un museo y en este 16 de julio de un verano luminoso, 150 obras de Fernando Botero cuelgan, entre la penumbra, en siete salones de esta construcción monumental. Por primera vez un pintor vivo expone aquí y por primera vez un artista convoca a 250 periodistas que lo reciben con una tormenta de preguntas y luces cuando entra triunfal en el salón de la prensa. Es un recinto que da al gran patio interior, poblado de palmeras y jardines de rosas y nenúfares, por donde Mussolini deambulaba solitario tramando las locuras de sus sueños.
"El arte tiene el poder de vencer el olvido", sentencia Botero ante la jauría de periodistas, y con ello lo dice todo. Y su guerra contra el olvido, que él libra solitario en sus estudios de París, Montecarlo o Nueva York, son las obras que ahora se exhiben en los gigantescos salones y que perpetúan en el tiempo lo más elemental, poético y candoroso de la vida colombiana, o lo más cruel y despiadado de la condición humana universal. Lo precisa la revista Time que circula desde mediados de junio en todo el mundo y que en cuatro páginas sobre la vida y la obra de Botero presenta las dos obras clave de la exposición en Roma. Primero, El Club de Jardinería, en la que cinco rosadas damas antioqueñas se agrupan con sus instrumentos para embellecer la ciudad. El candor provinciano. Pero en la obra Abu Ghraib Número 34, un hombre de espaldas, desnudo, atado, vendado, sangrante, es el símbolo de la tortura, de la crueldad de la guerra, ahora en los términos modernos de la guerra de Irak.
Se empieza el recorrido por los siete salones que recogen la exposición "Botero los últimos 15 años" y se va tropezando con lo que el pintor antioqueño ha rescatado del olvido para eternizarlo en el tiempo. Una mujer antioqueña que retoza con sus hijos y un gato, aquí en Colombia, y un perro que devora a un prisionero, allá en Irak. Un cardenal, un obispo y varios seminaristas, en tres majestuosos óleos, o una masa de cuerpos desnudos y retorcidos, o un prisionero penetrado por un verdugo, o una mujer encapuchada y con los senos sangrantes, en tres desgarradores lienzos. Un torero, una bailarina o una monja, los tres tan colombianos, pero también un soldado que se orina sobre un prisionero, una víctima que cuelga como un Cristo torturado, y un verdugo y un prisionero que se miran más allá del dolor y el odio... Y así, de salón en salón, va discurriendo la más pastoril vida antioqueña y colombiana de antaño, con sus almacenes de telas y burdeles alegres, hasta la más despiadada metáfora del horror en la prisión de Abu Ghraib. Al final, esos cinco óleos que recogen todo lo cotidiano que sucede en una calle de un pueblo colombiano, pero también ese prisionero que implora piedad. Ciento setenta obras que en estos salones del Palazzo Ve nezia demuestran que Botero rescató del olvido y perpetuó para la eternidad desde la vida anónima en las calles colombianas hasta el horror de la barbarie moderna. Todo salvado del olvido...
Al anochecer, los ocho cientos invitados que asistieron a la apertura de la exposición, bajan a los jardines. El alcalde de Roma, galeristas y curadores y críticos, actores, hombres y mujeres de la televisión, algunos duques y condesas de la vieja Europa, muchachos y muchachas con la frescura de la belleza italiana, lo más granado del jet set romano -no propiamente el bogotano...- desfila primero por un bufete de entrada de cincuenta metros de extensión y después, bajo las palmeras y los jardines, toma asiento para una cena de once platos, servidos todos calientes por más de doscientos meseros, en una comida tan suntuosa que era como estar viviendo la película La dolce vita, de Federico Fellini, que inmortalizó la buena vida burguesa de la Roma de los años sesenta.
La cena terminó después de la media noche, y entonces algunos caminamos hasta la Fontana de Trevi, muy cerca del Palazzo Venezia, pero Anita Ekberg no se estaba bañando allí desnuda en la fuente que cae desde los ángeles, y antes del amanecer empezaron a vender los periódicos por esas callejuelas de la Ciudad Eterna, y en sus páginas anunciaban, a muchas columnas, que el evento cultural de Roma en este verano era la gran exposición sobre la obra en los últimos quince años del pintor colombiano Fernando Botero. El artista que derrotó al olvido.
En Roma y en esta luminosa tarde de verano, todos los caminos conducen hasta Botero. Tan cerca de las ruinas imperiales de la Vía del Foro Romano, frente al blanco y esperpéntico monumento al Rey Vittorio Emrnanuele, en la plaza Venezia, el viento agita los grandes pendones que anuncian la exposición de Fernando Botero en el Palazzo Venezia. Es una gigantesca construcción republicana, gris, de ventanas pequeñas, y sus salones sombríos tienen hasta 25 metros de altura y cien de profundidad. Desde el balcón que da a la plaza Venezia Benito Mussolini. declaró varias guerras. Al final de uno de estos gigantescos salones estaba el escritorio del Duce y cada visitante tenía que caminar esos cien metros bajo las gigantescas lámparas y altísimos techos recamados, de tal manera que, mirando siempre al frente la figura del dictador, llegaba hasta él extenuado, con el ego arrastrado.
Ahora el Palazzo es un museo y en este 16 de julio de un verano luminoso, 150 obras de Fernando Botero cuelgan, entre la penumbra, en siete salones de esta construcción monumental. Por primera vez un pintor vivo expone aquí y por primera vez un artista convoca a 250 periodistas que lo reciben con una tormenta de preguntas y luces cuando entra triunfal en el salón de la prensa. Es un recinto que da al gran patio interior, poblado de palmeras y jardines de rosas y nenúfares, por donde Mussolini deambulaba solitario tramando las locuras de sus sueños.
"El arte tiene el poder de vencer el olvido", sentencia Botero ante la jauría de periodistas, y con ello lo dice todo. Y su guerra contra el olvido, que él libra solitario en sus estudios de París, Montecarlo o Nueva York, son las obras que ahora se exhiben en los gigantescos salones y que perpetúan en el tiempo lo más elemental, poético y candoroso de la vida colombiana, o lo más cruel y despiadado de la condición humana universal. Lo precisa la revista Time que circula desde mediados de junio en todo el mundo y que en cuatro páginas sobre la vida y la obra de Botero presenta las dos obras clave de la exposición en Roma. Primero, El Club de Jardinería, en la que cinco rosadas damas antioqueñas se agrupan con sus instrumentos para embellecer la ciudad. El candor provinciano. Pero en la obra Abu Ghraib Número 34, un hombre de espaldas, desnudo, atado, vendado, sangrante, es el símbolo de la tortura, de la crueldad de la guerra, ahora en los términos modernos de la guerra de Irak.
Se empieza el recorrido por los siete salones que recogen la exposición "Botero los últimos 15 años" y se va tropezando con lo que el pintor antioqueño ha rescatado del olvido para eternizarlo en el tiempo. Una mujer antioqueña que retoza con sus hijos y un gato, aquí en Colombia, y un perro que devora a un prisionero, allá en Irak. Un cardenal, un obispo y varios seminaristas, en tres majestuosos óleos, o una masa de cuerpos desnudos y retorcidos, o un prisionero penetrado por un verdugo, o una mujer encapuchada y con los senos sangrantes, en tres desgarradores lienzos. Un torero, una bailarina o una monja, los tres tan colombianos, pero también un soldado que se orina sobre un prisionero, una víctima que cuelga como un Cristo torturado, y un verdugo y un prisionero que se miran más allá del dolor y el odio... Y así, de salón en salón, va discurriendo la más pastoril vida antioqueña y colombiana de antaño, con sus almacenes de telas y burdeles alegres, hasta la más despiadada metáfora del horror en la prisión de Abu Ghraib. Al final, esos cinco óleos que recogen todo lo cotidiano que sucede en una calle de un pueblo colombiano, pero también ese prisionero que implora piedad. Ciento setenta obras que en estos salones del Palazzo Ve nezia demuestran que Botero rescató del olvido y perpetuó para la eternidad desde la vida anónima en las calles colombianas hasta el horror de la barbarie moderna. Todo salvado del olvido...
Al anochecer, los ocho cientos invitados que asistieron a la apertura de la exposición, bajan a los jardines. El alcalde de Roma, galeristas y curadores y críticos, actores, hombres y mujeres de la televisión, algunos duques y condesas de la vieja Europa, muchachos y muchachas con la frescura de la belleza italiana, lo más granado del jet set romano -no propiamente el bogotano...- desfila primero por un bufete de entrada de cincuenta metros de extensión y después, bajo las palmeras y los jardines, toma asiento para una cena de once platos, servidos todos calientes por más de doscientos meseros, en una comida tan suntuosa que era como estar viviendo la película La dolce vita, de Federico Fellini, que inmortalizó la buena vida burguesa de la Roma de los años sesenta.
La cena terminó después de la media noche, y entonces algunos caminamos hasta la Fontana de Trevi, muy cerca del Palazzo Venezia, pero Anita Ekberg no se estaba bañando allí desnuda en la fuente que cae desde los ángeles, y antes del amanecer empezaron a vender los periódicos por esas callejuelas de la Ciudad Eterna, y en sus páginas anunciaban, a muchas columnas, que el evento cultural de Roma en este verano era la gran exposición sobre la obra en los últimos quince años del pintor colombiano Fernando Botero. El artista que derrotó al olvido.
viernes, 8 de agosto de 2008
Martín Caparrós
Hoy, que luego de varios años vuelvo al periodismo duro, dirigiendo Tolima 7 días de la Casa Editorial El Tiempo, inicio una serie de reflexiones sobre el oficio más bello del mundo y una serie de encuentros con periodistas latinoamericanos que vale la pena conocer. Hoy inicio con el argentino Martín Caparrós.
Si hay alguien en la Argentina que en los últimos años ha encontrado nuevas vertientes para hacer periodismo es Martín Caparrós, quien sobre todas las cosas pudo adaptar el periodismo a lo que le gusta. Da la sensación de que dijo “Cortázar tenía razón”, que el traje se adapte al cuerpo y no al revés. Al revés parecería ser precisamente el periodismo, una suma de estructuras y esquemas fomentados desde la práctica misma pero también desde la academia más insegura que aplica recetas y deja lugar a todo menos a la libertad para informar, para informarse y para contar. Caparrós es muy duro en su critica de la formación de los periodistas aunque sus señalamientos parecen bastantes atinados y referentes: los estudiantes de periodismo terminan siendo críticos de los medios y no periodistas. Algo muy similar dice Alejandro Rozitchner de la carrera de Letras, muchos críticos y pocos, casi ninguno deviene escritor.
La critica de la formación de los periodistas ya la señalaba Rodolfo Walsh y Caparrós lo cita: de ninguna manera tomaría para trabajar a un egresado de una escuela de periodismo que le vaya a pedir trabajo, porque un periodista puede ser cualquier cosa: un perverso, un delincuente, un turro...pero nunca un boludo. Un tipo que estudia cuatro años periodismo, es un boludo atómico.
Pero Martín Caparrós dice cosas mucho más interesantes que esas, probablemente producto de su desarrollada sensibilidad para el análisis político y cultural. Caparrós sabe mirar y esa cualidad para cualquiera resulta muy útil pero para un periodista lo es todo. Esa capacidad de ver puede desarrollarse y como señala Caparrós está muy relacionada con la formación de la persona, con sus experiencias de vida en el sentido más amplio de la expresión. Cuando cuanta por qué dejo de militar en los setenta y se fue al exterior revela mucho más que el natural peligro que corría. Él hace hizo un diagnostico del proceso que estaba experimentando en cuanto a su militancia, advirtió el transformación militar paulatina de un proyecto político que en un principio lo había llevado a activar desde la resistencia.
Ese tipo de conciencia y capacidad de análisis está íntimamente relacionado con cómo trabaja y desarrolla sus crónicas. Caparrós se detiene en el detalle inadvertido por evidente, rasca un poco y encuentra exquisiteces. Sus libros, sus columnas, sus crónicas escritas y también las audiovisuales evidencian algo así como un Método Periodístico que tiene de todo: sentido común, periodismo tradicional, capricho, proyección, profundo conocimiento de los procesos históricos y políticos, amor a la literatura y un gran sentido de la justicia social.
Caparrós sabe cómo contar sus historias a su manera. De hecho esa característica, el cómo nos cuenta, es notable hasta en su forma de hablar, no solo en sus libros.
En estos últimos tiempos, después de la resistencia y del exilio, de la universidad, los viajes y los incontables trabajos, Caparrós se agenció de una camarita digital, de una computadora y comenzó a experimentar con el lenguaje audiovisual. Cuando el programa de Jorge Lanata estaba en el aire, frecuentemente podíamos ver algunas de esas maravillosas crónicas, porque claro, además son eso, crónicas un genero tan estructurado y monótono aunque estrictamente eficaz al que supo darle unas vuelas te tuerca y convertirlo en un genero noble y hasta entretenido.
Caparrós tomó de lo audiovisual, digámoslo así, la mejor parte. Utiliza el lenguaje y las facilidades de la tecnología, y se ahorró los problemas que supone ese terreno: los canales de TV, la industria cinematográfica, la editorial y las distribuidoras. Juntó unos pesos y adquirió la compu y la cámara y así nomás directo al campo.
Hay mucho para tomar de Martín Caparrós, la idea de funcionalidad y de pragmaticidad, su lucidez política, su memoria, sus panfletos y sobre todo la apropiación sin pedir permiso que hizo del periodismo. Eso es muy destacable en tiempos de los megamedios, donde muchos sueñan con ser redactores de Clarín o de fundar un Página/12 –ah sí, también los hay a quienes les gustaría heredar un diario.
Caparrós ejerció sin vueltas una apropiación del periodismo pero también de la tecnología y eso esa es una lección que no podemos darnos el lujo de desechar. La idea de autonomía, de relato propio, de herramientas y soportes personales, de agenda personal, de que cada uno es un medio, revisando así la concepción tradicional de periodismo y proponiendo practicas más posibles y menos condicionadas, una versión antecedente a la movida actual europea Tactical Media que tiene a los weblogs como protagonistas y a la que próximamente nos referiremos.
Así armó su propio mundo que, no es poco, le permite ganarse la vida, haciendo lo que le gusta o algo todavía mucho más difícil, siendo periodista.
Si hay alguien en la Argentina que en los últimos años ha encontrado nuevas vertientes para hacer periodismo es Martín Caparrós, quien sobre todas las cosas pudo adaptar el periodismo a lo que le gusta. Da la sensación de que dijo “Cortázar tenía razón”, que el traje se adapte al cuerpo y no al revés. Al revés parecería ser precisamente el periodismo, una suma de estructuras y esquemas fomentados desde la práctica misma pero también desde la academia más insegura que aplica recetas y deja lugar a todo menos a la libertad para informar, para informarse y para contar. Caparrós es muy duro en su critica de la formación de los periodistas aunque sus señalamientos parecen bastantes atinados y referentes: los estudiantes de periodismo terminan siendo críticos de los medios y no periodistas. Algo muy similar dice Alejandro Rozitchner de la carrera de Letras, muchos críticos y pocos, casi ninguno deviene escritor.
La critica de la formación de los periodistas ya la señalaba Rodolfo Walsh y Caparrós lo cita: de ninguna manera tomaría para trabajar a un egresado de una escuela de periodismo que le vaya a pedir trabajo, porque un periodista puede ser cualquier cosa: un perverso, un delincuente, un turro...pero nunca un boludo. Un tipo que estudia cuatro años periodismo, es un boludo atómico.
Pero Martín Caparrós dice cosas mucho más interesantes que esas, probablemente producto de su desarrollada sensibilidad para el análisis político y cultural. Caparrós sabe mirar y esa cualidad para cualquiera resulta muy útil pero para un periodista lo es todo. Esa capacidad de ver puede desarrollarse y como señala Caparrós está muy relacionada con la formación de la persona, con sus experiencias de vida en el sentido más amplio de la expresión. Cuando cuanta por qué dejo de militar en los setenta y se fue al exterior revela mucho más que el natural peligro que corría. Él hace hizo un diagnostico del proceso que estaba experimentando en cuanto a su militancia, advirtió el transformación militar paulatina de un proyecto político que en un principio lo había llevado a activar desde la resistencia.
Ese tipo de conciencia y capacidad de análisis está íntimamente relacionado con cómo trabaja y desarrolla sus crónicas. Caparrós se detiene en el detalle inadvertido por evidente, rasca un poco y encuentra exquisiteces. Sus libros, sus columnas, sus crónicas escritas y también las audiovisuales evidencian algo así como un Método Periodístico que tiene de todo: sentido común, periodismo tradicional, capricho, proyección, profundo conocimiento de los procesos históricos y políticos, amor a la literatura y un gran sentido de la justicia social.
Caparrós sabe cómo contar sus historias a su manera. De hecho esa característica, el cómo nos cuenta, es notable hasta en su forma de hablar, no solo en sus libros.
En estos últimos tiempos, después de la resistencia y del exilio, de la universidad, los viajes y los incontables trabajos, Caparrós se agenció de una camarita digital, de una computadora y comenzó a experimentar con el lenguaje audiovisual. Cuando el programa de Jorge Lanata estaba en el aire, frecuentemente podíamos ver algunas de esas maravillosas crónicas, porque claro, además son eso, crónicas un genero tan estructurado y monótono aunque estrictamente eficaz al que supo darle unas vuelas te tuerca y convertirlo en un genero noble y hasta entretenido.
Caparrós tomó de lo audiovisual, digámoslo así, la mejor parte. Utiliza el lenguaje y las facilidades de la tecnología, y se ahorró los problemas que supone ese terreno: los canales de TV, la industria cinematográfica, la editorial y las distribuidoras. Juntó unos pesos y adquirió la compu y la cámara y así nomás directo al campo.
Hay mucho para tomar de Martín Caparrós, la idea de funcionalidad y de pragmaticidad, su lucidez política, su memoria, sus panfletos y sobre todo la apropiación sin pedir permiso que hizo del periodismo. Eso es muy destacable en tiempos de los megamedios, donde muchos sueñan con ser redactores de Clarín o de fundar un Página/12 –ah sí, también los hay a quienes les gustaría heredar un diario.
Caparrós ejerció sin vueltas una apropiación del periodismo pero también de la tecnología y eso esa es una lección que no podemos darnos el lujo de desechar. La idea de autonomía, de relato propio, de herramientas y soportes personales, de agenda personal, de que cada uno es un medio, revisando así la concepción tradicional de periodismo y proponiendo practicas más posibles y menos condicionadas, una versión antecedente a la movida actual europea Tactical Media que tiene a los weblogs como protagonistas y a la que próximamente nos referiremos.
Así armó su propio mundo que, no es poco, le permite ganarse la vida, haciendo lo que le gusta o algo todavía mucho más difícil, siendo periodista.
lunes, 4 de agosto de 2008
El oficio de autor
Qué bello texto este de Rabindranath Tagore que me envía hoy Hugo Andrei Buitrago. Sí, el buitre.
Me dices que papá escribe muchos libros, pero no entiendo nada de lo que escribe.
Se pasó toda la noche leyendo para ti, ¿pero has podido descubrir realmente el significado de todo aquello? ¡Tú sí, madre; tú sí que sabes contar bonitas historias! No entiendo por qué papá no puede escribir cuentos como los tuyos.
¿Es que su madre nunca le contó historias de gigantes, hadas y princesas? ¿O tal vez las ha olvidado?
A menudo se retrasa para ir a su baño, y tienes que llamarlo cien veces.
Tú lo esperas, le conservas los platos calientes, pero él sigue escribiendo y lo olvida todo.
Papá sólo sabe jugar a escribir libros.
Si alguna vez me voy a jugar en el cuarto de papá, vienes en seguida a buscarme y dices que soy malo.
Si hago un poco de ruido, me riñes: ‘¿No ves que papá está trabajando?’ ¿Por qué le gustará tanto escribir, escribir siempre?
Cuando cojo la pluma o el lápiz de papá y escribo en su cuaderno a b c d e f g h i exactamente como él, ¿por qué te enfadas conmigo, madre? Pero nunca protestas cuando es papá quien escribe.
Ni te importa que papá malgaste tanto papel.
Pero si yo cojo una sola hoja para hacerme un barco, me gritas en seguida: ‘¡Hijo mío, qué pesado eres!’ ¿Por qué no riñes a papá, que estropea hojas y más hojas, llenándolas de letras negras por los dos lados?
Me dices que papá escribe muchos libros, pero no entiendo nada de lo que escribe.
Se pasó toda la noche leyendo para ti, ¿pero has podido descubrir realmente el significado de todo aquello? ¡Tú sí, madre; tú sí que sabes contar bonitas historias! No entiendo por qué papá no puede escribir cuentos como los tuyos.
¿Es que su madre nunca le contó historias de gigantes, hadas y princesas? ¿O tal vez las ha olvidado?
A menudo se retrasa para ir a su baño, y tienes que llamarlo cien veces.
Tú lo esperas, le conservas los platos calientes, pero él sigue escribiendo y lo olvida todo.
Papá sólo sabe jugar a escribir libros.
Si alguna vez me voy a jugar en el cuarto de papá, vienes en seguida a buscarme y dices que soy malo.
Si hago un poco de ruido, me riñes: ‘¿No ves que papá está trabajando?’ ¿Por qué le gustará tanto escribir, escribir siempre?
Cuando cojo la pluma o el lápiz de papá y escribo en su cuaderno a b c d e f g h i exactamente como él, ¿por qué te enfadas conmigo, madre? Pero nunca protestas cuando es papá quien escribe.
Ni te importa que papá malgaste tanto papel.
Pero si yo cojo una sola hoja para hacerme un barco, me gritas en seguida: ‘¡Hijo mío, qué pesado eres!’ ¿Por qué no riñes a papá, que estropea hojas y más hojas, llenándolas de letras negras por los dos lados?
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