jueves, 22 de noviembre de 2012

Este pájaro

Porque yo también he sido pájaro... este bello poema de Miguel Serrano

Este pájaro, prisionero en la alcoba,
ronda dolorosamente los muros y se lanza, implacable,
contra el cristal que miente la inmensidad abierta a su plumaje.
Este pájaro esquivo se estrella y cae desde el dintel;
y de nuevo se estrella y cae,
y resucita el vuelo que le hace desear más infinitos.
Este pájaro apunta al aire y la distancia
y sin embargo va perdiendo las alas y la vida en la ventana injusta,
contra la transparencia sólida nacida de la roca y del hombre.
Este pájaro se encoge moribundo en una esquina:
el pico ensangrentado, temblando pluma a pluma,
reventado el corazón.
Y luego sin un trino, sin paz,
muere este pájaro.
En sus ojos abiertos se reflejan los diáfanos cristales.

jueves, 11 de octubre de 2012

IMPRECACIÓN

Elías Nandino fue médico y poeta. Vivió casi toda su vida con la muerte respirando sobre sus hombros, acusado por una leucemia que jamás se decidió a llevárselo. Premio Nacional de Literatura de México en 1979.

Represento el fantasma de mí mismo,
el habitante de mi propia ruina,
un cuerpo que deambula por inercia,
dos pupilas abiertas que no miran.
Soy el retrato de un desconocido,
el árbol seco que de pie medita,
el insomnio soltero, la experiencia
saturada de hombres y de olvidos.

Soy lo que resta de una brasa muerta,
el cóncavo delirio de un abrazo,
un inquemante asedio que no encuentra
dónde acampar su tímida lujuria:
simulada erección de carne enjuta
que ni busca, ni quiere, ni apetece.

Son el instinto sofrenado, todo
lo que sufre un impulso sin deseo,
santo laico, el huir que se consuma
con querer caminar sin dar un paso,
o el sediento que calma su sequía
con la humedad que bebe en espejismos.

La muerte, cuando tarda, es una inepta,
estira una existencia sin derecho,
prolonga una ansiedad que nada ansía,
se obtina en incendiar lo que no arde.

La existencia senil es un absurdo,
una intemperie de desolaciones,
un inútil acecho de recuerdos,
un impotente alucinado infierno...

Muerte indecisa, amago detenido:
entiende la obsesión con que te llamo
y apronta tu llegada.
Yo te pido
que acudas a salvame de la vida.


jueves, 30 de agosto de 2012

Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas

Una reflexión oportuna de Federico Nietzsche de la que extraigo un par de apartes...

Efectivamente, en el periodismo confluyen las dos tendencias: en él se dan la mano la extensión de la cultura y la reducción de la cultura. El periódico se presenta incluso en lugar de la cultura, y quien abrigue todavía pretensiones culturales, aunque sea como estudioso, se apoya habitualmente en ese viscoso tejido conjuntivo, que establece las articulaciones entre todas las formas de la vida, todas las clases, todas las artes, todas las ciencias, y que es sólido y resistente como suele serlo precisamente el papel de periódico. En el periódico culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época, del mismo modo que el periodista -esclavo del momento presente- ha llegado a substituir al gran genio, el guía para todas las épocas, el que libera del presente. Ahora dígame usted, maestro, qué esperanzas podía abrigar, en una lucha contra el desbarajuste -que se da por doquier- de todas las auténticas aspiraciones, dígame usted con qué coraje podía presentarme, como profesor aislado, aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura. Piense en lo inútil que debe resultar hoy el trabajo más asiduo de un profesor, que por ejemplo desee conducir a un escolar hasta el mundo griego -difícil de alcanzar e infinitamente lejano- por considerarlo como la auténtica patria de la cultura: todo eso será verdaderamente inútil, cuando el mismo escolar una hora después coja un periódico o una novela de moda, o uno de esos libros cultos cuyo estilo lleva ya en sí el desagradable blasón de la barbarie cultural actual.

...

Por consiguiente, amigos míos, no cambiéis esta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, por esa útil doméstica que a veces recibe incluso la denominación de “la cultura”, pero que no es sino la sierva y la consejera intelectual de las necesidades de la vida, de la ganancia y de la miseria. Por lo demás, una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos, sino simplemente una indicación de los caminos que se pueden recorrer para salvarse y defenderse en la lucha por la existencia. Indudablemente, semejante indicación tiene una importancia máxima e inmediata para la gran mayoría de los hombres: cuanto más difícil es la lucha, tanto más debe aprender el joven y tanto más debe poner en tensión sus fuerzas.

Pero nadie debe creer que las instituciones que lo incitan a esa lucha y lo capacitan para combatir pueden considerarse como instituciones de cultura. Se trata de instituciones que se proponen superar las necesidades de la vida: así, pues, pueden hacer la promesa de formar a empleados, o a comerciantes, o a oficiales, o a mayoristas, o a agricultores, o a médicos, o a técnicos. Sin embargo, en esas instituciones se aplican, en cualquier caso, leyes y criterios diferentes de los necesarios para fundar una institución de cultura: lo que en el primer caso está permitido, podría ser en el segundo caso un error delictivo.


miércoles, 22 de agosto de 2012

IBAGUÉ



 Aprendimos a vivir con el corazón retumbando
al ritmo de los tambores de guerra
CP


Seis veces quemamos sus casas y seis veces volvieron con más hombres y más perros y más sed de sangre. Olían raro. Traían el pelo en las caras y la muerte en los ojos. Y perdimos por traición. Mataron las mujeres y la esperanza. Tiraron los niños de brazos a la furia de sus perros mientras que los volantones fueron lanzados vivos, junto con los cuerpos muertos, al río que teñido de sangre se dibujaba al fondo del abismo. En medio de las lágrimas y con la rabia apretada en los dientes, corrimos por el llano. Éramos poco más de 100. No cruzábamos palabras ni miradas y en medio de la vergüenza por la huida decidimos borrar la derrota de una vez por todas. Que no existiera ni siquiera en nuestra memoria. Grupos pequeños fueron plantados para cubrir la retirada mientras dos de los nuestros recorrieron el camino por una senda paralela matando uno por uno a sus hermanos con la certeza de que siempre sería mejor una raza extinta a una raza vencida. El amanecer se vio sorprendido por los picos carroñeros que se daban un festín de miradas muertas. Fui el último. Caminé sin rumbo por la planicie con el sol quemando mi frente y con el olor de la sangre manchando mi piel y mi boca. Fue entonces cuando entoné mi oración maldita: Que nadie hable de los pijaos, que nadie. Que no sepan que seis veces quemamos las casas y que seis veces los blancos volvieron a fundar el pueblo. Que nadie imagine el sufrimiento de nuestras mujeres y de nuestros niños. Que nadie busque jamás nuestra memoria. Que desaparezca nuestro nombre de la faz de la tierra y que Ibagué, el hombre que hizo de la traición su canto, caiga en el olvido”.

Pero el destino estaba escrito. Las sombras retumbaron desde la meseta sus tambores, dejándolas  sonar para siempre en los corazones de los mestizos que fundaron entre gritos de guerra la tierra firme que hoy descansa entre las montañas. 

Y entonces nació la leyenda.

viernes, 17 de agosto de 2012

Poema en forma de mujer que dicen temeroso, matutino, inútil


Cuando leí La Colmena, de Camilo José Cela, sentí que había perdido mi virginidad lectora. Ya no era un joven devorador de historias sino un buscador de secretos. Cómo contar historias, cómo hilvanarlas. Y leía y releía y me devolvía, y pensaba en la estructura, y cómo hizo, cómo escribió. Pero no vamos a hablar de La Colmena, sólo que la recordé cuando ví el nombre del español firmando este bello poema que hoy comparto.


Ese amor que cada mañana canta
y silba, temeroso, matutino, inútil
(también silba)
bajo las húmedas tejas de los más solitarios corazones
-¡Ave María Purísima!-

y rosas son, o escudos, o pajaritas recién paridas,
te aseguro que escupe, amoroso
(también escupe)
en ese pozo en el que la mirada se sobresalta.
Sabes por donde voy:

tan temeroso
tan tarde ya
(también tan sin objeto).
Y amargas o semiamargas voces que todos oyen
llenos de sentimiento,

no han de ser suficientes para convertirme en ese dichoso,
caracol al que renuncio
(también atentamente).
Un ojo por insignia,
un torpe labio,

y ese pez que navega nuestra sangre.
Los signos de oprobio nacen dulces
(también llenos de luz)
y gentiles.
Eran
-me horroriza decirlo-
muchos los años que volqué en la mar
(también como las venas de tu garganta, teñida de un tímido color).

Eran
-¿por qué me lo preguntas?-

dos las delgadas piernas que devoré.
Quisiera peinar fecundos ríos en la barba
(también acariciarlos)
e inmensas cataratas de lágrimas
sin sosiego,

desearía, lleno de ardor, acunar allí mismo donde nadie se atreve a
levantar la vista.
Un muerto es un concreto
(también se ríe)
pensamiento que hace señas al aire.
La mariposa,

aquella mariposa ruin que se nutría de las más privadas
sensaciones,
vuela y revuela sobre los altos campanarios
(también hollados campanarios)
aún sin saber,
como no sabe nadie,

que ese amor que cada día grita
y gime, temeroso, matutino, inútil
(también gime)
bajo las tibias tejas de los corazones,
es un amor digno de toda lástima.

lunes, 13 de agosto de 2012

Historia de madrugada


Ahora que estoy volviendo a mi blog como una manera de respirar, me disculpan los escasos lectores si esta vez publico un texto de mi autoría... No es un cuento, es más un texto cualquiera, de esos que a veces cazan con otros textos que uno escribe y arman, solos, una historia. Si no es un cuento, no tenía ni siquiera que tener dedicatoria, pero ésta vez, si la tiene. Para el Buitre, y sus historias de madrugada.

Nunca había visto el bar tan vacío. Parecían lejanos los días en que a las diez de la noche el ruido y las risas y el golpeteo de las copas lo llenaban todo. Los meseros jugaban al cara y sello en una de las mesas mientras el pianista organizaba, otra vez, las partituras que jamás leía. El viento de la noche se colaba por entre las ventanas dejando un frío que no calaba en los huesos sino en las palabras que se negaban a salir de nuestras bocas. Afuera, los carros con música estridente cortaban el aire dejando además el ruido de los motores como telón de fondo de la música que aun sonaba. Nelson, el Barman, seguía apilando botellas y limpiando vasos que no aguantaban una pasada mas del trapo blanco, deshilachado. Y sí, nunca había visto el bar tan vacío. No había ni siquiera uno de esos espontáneos de planta que celebran la tristeza cantando a medio grito y brindando con cualquier desconocido. No. Todo tenía esa tristeza densa de los domingos al atardecer. Pero era viernes. Ya casi medianoche. Y el rey era el silencio.

viernes, 10 de agosto de 2012

Al oído del lector

A veces, cojo la guitarra. No hay una hora especial. Sólo paso cerca de ella y la veo solitaria, en el rincón, tan lejos de las madrugadas frías y los viejos amores. Entonces me vuelco sobre ella. Dejo que mis dedos se deslicen por sus cuerdas intentando recordar los días en que no había nada más importante que aprender una nueva canción. No importa que desafinado acorde improvise. Siento que la guitarra sonríe. Y entonces vuelvo a escribir, vuelvo a pescar historias, a releer las palabras de otros, a intentar manchar la hoja en blanco. Y el blog. 



No fue pasión aquello,
Fue una ternura vaga
Lo que inspiran los niños enfermizos,
Los tiempos idos y las noches pálidas.

El espíritu solo
Al conmoverse canta:
Cuando el amor lo agita poderoso
Tiembla, medita, se recoge y calla.

Pasión hubiera sido
En verdad; estas páginas
En otro tiempo más feliz escritas
No tuvieran estrofas sino lágrimas.


(José Asunción Silva)

jueves, 7 de junio de 2012

No depende de mí

Tanta ausencia en este blog... quiero volver y no me dejan. Me lo arranco de mis manos, olvidando que no hay mejor oficio que ser lo que he sido, un contador de historias, mejor, un buscador de historias. De pronto, un comentario. Alguien que pasa inadvertidamente por aquí y decide escribir algo. Algo bonito. Una huella. Una señal. Una pequeña chispa de luz que ilumina la oscuridad. Y entonces, también se ilumina mi mundo y vuelvo a buscar una historia, un texto, un poema, las palabras de otro, que también guardan las palabras mías. Aquí está este poema de Nicolás Suescún, que sirva como como disculpa, porque a veces... no depende de mi. 

No depende de mí.
Es algo que se contrae y se expande
sin que yo pueda hacer algo al respecto.
Sin embargo,
 me han aconsejado que sea prudente,
que reconozca mi impotencia en esta materia.

No depende de mí,
pero siento en el fondo que debo hacer algo,
aunque no resuelva ni siquiera el problema
de la identidad del desconocido
que no quiso participar en esta tarea
que me he impuesto, sin saber muy bien
de qué se trata, como si me la hubieran dictado
en un sueño que he olvidado.

No depende de mí,
sino de algo que me mueve y me lleva
más allá de lo razonable y lo sensato,
quizás más allá de la locura,
en un punto donde ésta da la vuelta
y llega —¡oh, milagro!— a la suprema cordura,
donde la emoción y la razón son una y la misma cosa.

No depende de mí,
porque nada de lo que he escrito
 ha sido razonado, pensado, planeado,
 o hecho con alguna intención
 que no sea el acto mismo de escribir
lo que siento muy hondo, muy hondo.

 No, no depende de mí.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Ahora que ya no soy más joven

Digo, como para nosotros, ahora que ya no somos más jóvenes...

Ahora que ya remonto la mitad del camino de mi vida,
yo que siempre me apené de las gentes mayores,
yo, que soy eterna pues he muerto cien veces, de tedio, de agonía,
y que alargo mis brazos al sol en las mañanas y me arrullo
en las noches y me canto canciones para espantar el miedo,
¿qué haré con esta sombra que comienza a vestirme
y a despojarme sin remordimientos?
¿Qué haré con el confuso y turbio río que no encuentra su mar,
con tanto día y tanto aniversario, con tanta juventud a las espaldas,
si aún no he nacido, si aún hoy me cabe
un mundo entero en el costado izquierdo?
¿Qué hacer ahora que ya no soy más joven
si todavía no te he conocido?

martes, 27 de marzo de 2012

Nusch

Me fui por los clásicos... aquí va uno de Paul Eluard.

Los sentimientos aparentes.
Ligereza del acercarse.
La cabellera de las caricias.

Sin preocupación, sin sospechas.
Tus ojos se entregan a lo que ven:
Son vistos porque ellos miran.

Confianza de cristal
entre dos espejos.
Tus ojos se pierden en la noche
para añadir el insomnio al deseo.

jueves, 1 de marzo de 2012

Las ruinas circulares

Borges sólo hay uno... está justo en medio entre el que cree haber sido y el que todos los latinoamericanos soñamos.

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.