al ritmo de los tambores de guerra
CP
Seis veces quemamos sus casas
y seis veces volvieron con más hombres y más perros y más sed de sangre. Olían
raro. Traían el pelo en las caras y la muerte en los ojos. Y perdimos por
traición. Mataron las mujeres y la esperanza. Tiraron los niños de brazos a la
furia de sus perros mientras que los volantones fueron lanzados vivos, junto
con los cuerpos muertos, al río que teñido de sangre se dibujaba al fondo del abismo.
En medio de las lágrimas y con la rabia apretada en los dientes, corrimos por
el llano. Éramos poco más de 100. No cruzábamos palabras ni miradas y en medio
de la vergüenza por la huida decidimos borrar la derrota de una vez por todas.
Que no existiera ni siquiera en nuestra memoria. Grupos pequeños fueron
plantados para cubrir la retirada mientras dos de los nuestros recorrieron el
camino por una senda paralela matando uno por uno a sus hermanos con la certeza
de que siempre sería mejor una raza extinta a una raza vencida. El amanecer se
vio sorprendido por los picos carroñeros que se daban un festín de miradas
muertas. Fui el último. Caminé sin rumbo por la planicie con el sol quemando mi
frente y con el olor de la sangre manchando mi piel y mi boca. Fue entonces
cuando entoné mi oración maldita: Que nadie hable de los pijaos, que nadie. Que
no sepan que seis veces quemamos las casas y que seis veces los blancos
volvieron a fundar el pueblo. Que nadie imagine el sufrimiento de nuestras
mujeres y de nuestros niños. Que nadie busque jamás nuestra memoria. Que
desaparezca nuestro nombre de la faz de la tierra y que Ibagué, el hombre que
hizo de la traición su canto, caiga en el olvido”.
Pero el destino estaba
escrito. Las sombras retumbaron desde la meseta sus tambores, dejándolas sonar
para siempre en los corazones de los mestizos que fundaron entre gritos de
guerra la tierra firme que hoy descansa entre las montañas.
Y entonces nació la
leyenda.
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