Esa tarde los carros hacían fila para entrar a un parqueadero improvisado en medio del lodo. Una llovizna constante había convertido el polvo en una gran piscina que ni los viejos Willix podían sortear. Afiches pegados en todas las paredes dejaban prever la tarde: “Espectacular corrida. Cuatro bravos toros de la ganadería de Gonzalo Mejía. Además, vaca para el público y cerdo embolado, el que lo coja se lo lleva”.
Las entradas, con el mismo diseño del afiche, se rompían por su línea punteada para dejarle al amante de la fiesta brava el recuerdo de una inolvidable tarde en el coliseo del pueblo. Pocas veces había visto una plaza de toros cubierta y rectangular. Nos acomodamos de la mejor manera posible y nos dispusimos, poncho en cuello y sombrero en mano a esperar el célebre paseillo que daría inicio a la corrida.
En medio de nosotros pasó una larga fila de niños con bombos, clarinetes y platillos. Todos tenían esa sonrisa que guardan los preludios. El del bombo iba encabezando la fila mientras miraba con cierto ingenuo desprecio a quienes estábamos sentados en los fríos muros del coliseo. La presidencia de la corrida tomó su lugar y con elegancia dio una señal a los niños dirigidos por un imberbe profesor que armado de una pequeña vara dirigió el primer pasodoble de la tarde.
Todo tenía esa majestuosidad del toreo que no podía olvidarse ni siquiera en este pueblo perdido entre las montañas cafeteras.
El paseíllo dio inicio mientras un niño de 12 años, en el centro de los toreros, saludaba a su madre que al borde del llanto le tomaba fotos. Era su primera corrida. Una vaquilla esperaba en los corrales por su capote. Todos los trajes de luces hicieron un simbólico saludo… en realidad ninguno tenía luces… eran sólo trajes negros ceñidos a sus no muy esbeltos cuerpos. Uno de ellos destacaba dentro del grupo y supe inmediatamente que abriría la corrida… hizo algunas verónicas mientras sus compañeros colocaban con no poco esfuerzo, su cuerpo en las barreras. Un toro de no más de 300 kilos hizo su aparición embistiendo el viento. Banderillas, toreo y muerte. En el primer intento, la espada rompió el corazón del toro mientras la muchedumbre que había cantado oles a todos y cada uno de los lances pedía a gritos oreja y rabo. La presidencia, cauta, le otorgó una vuelta al ruedo que el torero aceptó con dignidad.
Un sonido de trompetas retumbó el coliseo al tiempo que un grito de ajuuuuuua llamó las miradas de las 280 personas que asistíamos a la tarde de toros. El mariachi Tijuana inició su concierto. Quizá en la Santamaría de Bogotá o Cañaveralejo en Cali, las ensombreradas señoras hubieran hecho gestos de desprecio. Aquí, incluso a ellas se les oía seguir las “mujeres divinas” que sonaban desde el fondo de la presidencia.
El segundo toro salió a la arena terrosa del coliseo. Se le veía desinteresado por el capote de un torero gordo, ya entrado en años, que gritaba vaca mientras el público se impacientaba. El animal no fue noble ni manso ni bravo… obedeció solamente a dos lances del torero y el resto del tiempo la emprendió contra la barrera norte. El torero decidió matarlo. Fue por la espada con cierto aire de venganza en sus ojos, la tomó entre sus manos y caminó decidido hacia él. El toro estaba perfectamente cuadrado para la estocada. Patas firmes y rectas, a la misma altura la una de la otra. Un suspiro general inundó el coliseo al primer pinchazo. Un pequeño grupo aplaudía mientras le tomaba fotos al torero gordo. Segundo pinchazo y tercero y cuarto. El quinto ocurrió cuando sonaron los avisos de la presidencia, y el sexto y el séptimo. El intento de descabello fue igual de infortunado. La gente se olvidó del señorío y lanzó botellas plásticas de aguardiente al ruedo cuadrado de Aranzazu. Luego comenzó a escucharse un murmullo que fue convirtiéndose en grito: Chatarra… Chatarra… CHATARRA… CHATARRA… al principio no entendí, luego pensé que estaban insultando al torero gordo hasta que un muchacho albino salió del corral y la multitud aplaudió desenfrenadamente. Era el carnicero del pueblo y se había ganado el apodo desde niño cuando compraba chatarra para ir a venderla a Manizales. Chatarra, con un lazo entre sus manos, caminó sin miedo ante la mirada avergonzada del torero que se dirigía a la barrera limpiando el sudor de su rostro. Sin hacer el más mínimo amague, rodeo la cabeza del toro con el lazo, lo amarró a un poste, lo tomó del rabo y lo tumbó… en menos de lo que canta un gallo, maneo al animal y le enterró una gruesa puntilla en la base del cerebro. El animal murió casi instantáneamente mientras la multitud volvía a corear su nombre.
El tercero de la tarde era para Rosita, la mujer torera. Con mucho aspaviento el locutor anunció su entrada triunfal. Nunca entendí si estaba toreando o huyendo. Sus voluptuosas formas corrían hacia atrás y hacia al lado ante cada embestida. Cuando los niños de la banda dejaron oír el canto de la muerte, Rosita corrió por la espada. La presidencia permitió 12 pinchazos y tres intentos de descabello antes de que el público comenzara a pedir la presencia de Chatarra. El joven albino volvió a hacer su aparición en medio de las burlas de grueso calibre que un borracho regalaba a Rosita.
Un espontáneo salió entre el público y tomó uno de los cuchillos de chatarra. Se acercó al toro muerto y le cortó las dos orejas para entregarlas al albino en medio del júbilo del público. La policía no se inmutó. Otros más saltaron a la arena, lo tomaron en hombros, le dieron vuelta al ruedo y lo sacaron por la puerta grande del coliseo.
La noche acogió a Chatarra. Triunfador infinito de la tarde mientras el público de todas las tribunas se lanzaba al ruedo para salir coreando su nombre. El niño de 12 años lloraba en una barrera. No había espacio para la vaca regalada al público ni para el cerdo embolado. Todos querían saludar y tocar al único torero que había dado el pueblo en 125 años de existencia: Chatarra. Ya imaginaban los grandes carteles en las plazas de la ciudad, en las de verdad, anunciando la presencia del joven torero y hablando con su voz tímida ante las cámaras de televisión, diciendo que todo se lo debía a su pueblo y a su gente.
Los que no corrimos tras él para llevarlo a El Cabuyal a empaparlo en ron y coca cola salimos en medio del lodo a buscar cómo subir nuevamente al pueblo. Sentí el llanto del niño que tomado de la mano de su madre le gritaba volver por la vaquilla que aún esperaba en los corrales por su capote. Subí al viejo Willix de la finca donde me estaba hospedando y lentamente fui dejando la monumental plaza de Aranzazu, la improvisada plaza de toros de Aranzazu, un pueblo perdido en medio de los cafetales que vivió por primera y única vez en su historia la fiesta brava de la que tanto hablan las ensombreradas señoras de Manizales.
viernes, 6 de julio de 2007
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