A mamá le gusta reír en los entierros. Cada vez que hay muerto en la familia, los primos, los sobrinos y hasta los más viejos, la rodean para oírle la lengua. No sé cuando empezó pero desde pequeño, cuando llegaba a esas salas de velación, llenas de murmullos, vestidos negros y ese olor a flores y a café impregnado en las paredes, la veía de lejos, sin ninguna solemnidad, fumando un cigarrillo y echando cuentos, muchas veces del mismo muerto. Es que a mi mamá le jarta la solemnidad. No había amigo que llevara a casa en una de esas invitaciones a comer que tanto acostumbramos, al que ella no abordara con toda clase de bromas. A uno, alto ejecutivo con el que tuve negocios en algún momento de mi vida, lo puso a oír la pared con la oreja pegada a ella, sólo para hacerlo constatar que todo el día, la pared era así, silenciosa. A otro, le regaló una colombina de chocolate para que sirviera de postre a un sancocho trifásico que nos había hecho sudar hasta el cansancio, solo para verlo irse acabando el chocolate y quedándose con un palillo en forma de pene que mi amigo siguió disfrutando sin comprender las carcajadas de mamá. Creo que el cuentito lo aprendió del abuelo quien se entretenía comprando bromas en los almacenes de Bogotá para hacerlas una y otra vez a los vecinos del barrio. Pero mamá no se hizo famosa por las bromas ni por los chistes ni por esas salidas inteligentes y rápidas que nos hacían reír a todos. Mamá es famosa por que le gusta reír en los entierros. Últimamente ha habido muchos y la fila, como dice mi padre, se ha ido corriendo lentamente.
A papá, sus amigos lo fueron abandonando sin que él lo notara. Creo que sólo se dio cuenta, ese viernes en la tarde cuando descubrió que no tenía a quien llamar y que la fiesta, esa que había mantenido en jornada continua, se había acabado. Dejó el trago, el cigarrillo y el café, en un intento por derrotar todo aquello que mató a sus amigos. La llamada matinal con Darío, el viejo, las sustituyó por una semanal con Darío, el joven; el café de la tarde con Hugo, por un té helado y sin azúcar con Jacky; la tertulia, por el silencio. Navegando en medio de un montón de libros, insiste en hacerse cargo de la memoria de la tierra como una manera de recordar a sus amigos muertos. Papá se pasea por la casa con un eterno cigarrillo en sus labios y sus manos acariciando un inmenso vientre conseguido a base de mucho esfuerzo, comida y licor y cada vez que un nuevo amigo entra a la clínica, la mayoría con cáncer, enfisema pulmonar, o alguna de esas vainas que dan de tanto trago y cigarrillo alrededor de la literatura, la música y las mujeres, papá establece guardias más rígidas que las de los médicos de turno. Habla con la familia, llama a los amigos más cercanos para que se hagan presentes y camina de un lado llorando por el amigo pero sin temor a la muerte, esa palabra que no existe en su danza interminable de lances al destino.
Papá y mamá casi no se hablan. Cuando lo hacen, hay respeto y hasta amor en sus voces, pero dejaron de contarse las mañanas y las tardes, quizá porque cada vez hay menos para contar. Eso sí. Cuando alguien de la familia muere, mi papá llega religiosamente, con su corbata negra, a recogerla. Inician el viaje a la sala de velación con la seguridad que afuera están todos esperando su llegada. Siempre que llego, cuando llego, ella está rodeada de los deudos que olvidan por un rato el dolor para darle rienda suelta a la risa, y todo porque a mamá le gusta reír en los entierros.
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