Un texto del colombiano Juan Carlos Botero
Bajaron los presos del camión. Entraron callados y en fila a la cárcel. Todos vieron el letrero colgado sobre la entrada. Algunos lo leyeron: "Aquí entra el hombre, no el delito". Los presos atravesaron fuertemente custodiados el corredor de baldosas verdes y fueron encerrados en la jaula. Al cabo de un rato, los sacaron uno por uno para tomarles los datos y las huellas. Después, les asignaban el patio correspondiente. Un negro grande con aspecto de bailarín fue asignado al Salón Rojo. ¿El salón rojo? preguntó al guardia que lo acompañaba. Suena bueno. ¿Le parece? dijo el guardia, y sonrió. No es rojo por lo divertido, dijo, y volvió a sonreír.
viernes, 28 de septiembre de 2007
martes, 25 de septiembre de 2007
Paz
Otro de Víctor del Val
La Muerte soñó que se moría. Se despertó tan asustada que decidió quedarse en cama todo el día. Los soldados –en cientos de frentes de batalla– aprovecharon la pacífica jornada para aceitar sus fusiles.
La Muerte soñó que se moría. Se despertó tan asustada que decidió quedarse en cama todo el día. Los soldados –en cientos de frentes de batalla– aprovecharon la pacífica jornada para aceitar sus fusiles.
Vecindario
Un texto de Víctor del Val
Hace dos años inauguraron un cementerio en el predio baldío aledaño a mi casa. Poco a poco se fue poblando de tumbas, algunas lujosas, pobres y apenas señaladas por cruces la mayoría. Como es de suponer, se trata de muertos nuevos, que siguen añorando su antigua condición de vivos. Por la noche se asoman sobre los muros medianeros y asustan a mis perros, que ladran desesperados. Yo me escondo bajo las frazadas hasta que sale el sol.
Hace dos años inauguraron un cementerio en el predio baldío aledaño a mi casa. Poco a poco se fue poblando de tumbas, algunas lujosas, pobres y apenas señaladas por cruces la mayoría. Como es de suponer, se trata de muertos nuevos, que siguen añorando su antigua condición de vivos. Por la noche se asoman sobre los muros medianeros y asustan a mis perros, que ladran desesperados. Yo me escondo bajo las frazadas hasta que sale el sol.
lunes, 24 de septiembre de 2007
Cortísimo Suceso
Un texto de Armando Arteaga
Una mujer vestida de negro entra a una farmacia y le exige al farmacéutico:
-Por favor, quiero comprar arsénico.
El arsénico es tóxico y letal .El farmacéutico quiere saber màs cosas antes de proporcionarle la sustancia.
- ¿Y para què quiere la señora comprar arsénico? .
- Para matar a mi marido.
- ¡Ah, caramba!. Lamentablemente para ese fin no puedo venderselo.
La mujer sin decir palabra abre la cartera y saca una fotografia de su marido abrazado desnudo en una cama con la mujer del farmacéutico.
- ¡Mil disculpas!, -dice el farmacéutico - .
Atender por favor a la señora, no sabia que usted tenía receta.
Una mujer vestida de negro entra a una farmacia y le exige al farmacéutico:
-Por favor, quiero comprar arsénico.
El arsénico es tóxico y letal .El farmacéutico quiere saber màs cosas antes de proporcionarle la sustancia.
- ¿Y para què quiere la señora comprar arsénico? .
- Para matar a mi marido.
- ¡Ah, caramba!. Lamentablemente para ese fin no puedo venderselo.
La mujer sin decir palabra abre la cartera y saca una fotografia de su marido abrazado desnudo en una cama con la mujer del farmacéutico.
- ¡Mil disculpas!, -dice el farmacéutico - .
Atender por favor a la señora, no sabia que usted tenía receta.
jueves, 20 de septiembre de 2007
Don Pablo
Vuelvo a traicionar la tradición cuentística del blog con un poema de Miguel Méndez Camacho, un gran poeta colombiano al que recordé hace pocos días
Señor, Doctor, Don, Excelentísimo
Master, Mister, Monsieur, su señoría
Don Neftalí, Don Pablo, Don Neruda
Conste que no me burlo:
Es el respeto disfrazado de risa
Pero no lo soporto
No le permito tamaña humillación
Tan grave ofensa como escribirle un verso
a la cebolla
y hacerlo bien
Yo en cambio soy tan torpe en el oficio
que no puedo cocer mas de tres versos
para decirle a la mujer que vivo
esas cosas hermosas que Ud. malgasta
en congrios, alcachofas perros muertos
insectos y cebollas
Maldito Ud. Don Pablo
que utiliza palabras
y las deja inservibles.
Señor, Doctor, Don, Excelentísimo
Master, Mister, Monsieur, su señoría
Don Neftalí, Don Pablo, Don Neruda
Conste que no me burlo:
Es el respeto disfrazado de risa
Pero no lo soporto
No le permito tamaña humillación
Tan grave ofensa como escribirle un verso
a la cebolla
y hacerlo bien
Yo en cambio soy tan torpe en el oficio
que no puedo cocer mas de tres versos
para decirle a la mujer que vivo
esas cosas hermosas que Ud. malgasta
en congrios, alcachofas perros muertos
insectos y cebollas
Maldito Ud. Don Pablo
que utiliza palabras
y las deja inservibles.
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Miguel Méndez Camacho,
Poesía
lunes, 17 de septiembre de 2007
Juego genial
Para los amantes del ajedrez, un relato de Guillermo Bustamante Zamudio
Las enciclopedias constatan la inconsistencia de las versiones sobre el origen del ajedrez. Queda claro que tal diversión no tuvo un origen único y que, gracias a un proceso de transformación constante, llegó al estado en que hoy lo conocemos, con sus ingeniosas e infatigables posibilidades.
Parte de dicho proceso es la desaparición de una pieza que antes disfrutaba de funciones específicas. Hoy conocemos parejas de alfiles, caballos y torres, además de peones, rey y dama. Pues bien, antes, entre el alfil y la dama, existía otra pieza: el gato. Uno solo era suificiente.
El gato no tenía reticencia en orinar el vestido de la dama, desobedecer al rey, hacer mofa de la solemnidad del alfil, empujar a los peones en formación, arañar al caballo y realizar ágiles cacerías de pájaros y baños de sol encima de las torres. Era muy difícil sorprenderlo en la contienda. Debía ser eliminado siete veces.
No avisaba jaque. Tomaba piezas en cualquier dirección como resultado de perplejantes saltos acrobáticos. En el gato del otro bando no veía un enemigo, era frecuente encontrarlos en rochela hacia el centro del tallero.
Tan maravillosa pieza del ajedrez se sacrificó, no sin sonoras quejas -y pese al respeto que culturas orientales brindan al animalito- a nombre de la seriedad que hoy caracteriza al juego.
Las enciclopedias constatan la inconsistencia de las versiones sobre el origen del ajedrez. Queda claro que tal diversión no tuvo un origen único y que, gracias a un proceso de transformación constante, llegó al estado en que hoy lo conocemos, con sus ingeniosas e infatigables posibilidades.
Parte de dicho proceso es la desaparición de una pieza que antes disfrutaba de funciones específicas. Hoy conocemos parejas de alfiles, caballos y torres, además de peones, rey y dama. Pues bien, antes, entre el alfil y la dama, existía otra pieza: el gato. Uno solo era suificiente.
El gato no tenía reticencia en orinar el vestido de la dama, desobedecer al rey, hacer mofa de la solemnidad del alfil, empujar a los peones en formación, arañar al caballo y realizar ágiles cacerías de pájaros y baños de sol encima de las torres. Era muy difícil sorprenderlo en la contienda. Debía ser eliminado siete veces.
No avisaba jaque. Tomaba piezas en cualquier dirección como resultado de perplejantes saltos acrobáticos. En el gato del otro bando no veía un enemigo, era frecuente encontrarlos en rochela hacia el centro del tallero.
Tan maravillosa pieza del ajedrez se sacrificó, no sin sonoras quejas -y pese al respeto que culturas orientales brindan al animalito- a nombre de la seriedad que hoy caracteriza al juego.
martes, 11 de septiembre de 2007
El precursor de Cervantes
Un cuento del argentino Marco Denevi
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas*
*Fiebre intermitente cuyo acceso se repite cada tres días.
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas*
*Fiebre intermitente cuyo acceso se repite cada tres días.
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lunes, 10 de septiembre de 2007
Los fantasmas y yo
Un minicuento de René Avilés Fabila
Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas, hasta que distraídamente pasé de una habitación a otra sin utilizar los medios comunes.
Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas, hasta que distraídamente pasé de una habitación a otra sin utilizar los medios comunes.
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viernes, 7 de septiembre de 2007
El Pozo
Un cuento del escritor español Luis Mateo Diez
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que solo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caIdero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que solo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caIdero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.
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miércoles, 5 de septiembre de 2007
Reencuentro con una mujer
Un cuento breve del escritor colombiano Luis Fayad
La mujer le dejó saber con la mirada que quería decirle algo. Leoncio accedió, y cuando ella se apeó del bus él la siguió. Fue tras ella a corta pero discreta distancia, y luego de alejarse a un lugar solitario la mujer se volvió. Sostenía con mano firme una pistola. Leoncio reconoció entonces a la mujer ultrajada en un sueño y descubrió en sus ojos la venganza.
–Todo fue un sueño –le dijo–. En un sueño nada tiene importancia.
La mujer no bajó la pistola.
–Depende de quién sueñe.
La mujer le dejó saber con la mirada que quería decirle algo. Leoncio accedió, y cuando ella se apeó del bus él la siguió. Fue tras ella a corta pero discreta distancia, y luego de alejarse a un lugar solitario la mujer se volvió. Sostenía con mano firme una pistola. Leoncio reconoció entonces a la mujer ultrajada en un sueño y descubrió en sus ojos la venganza.
–Todo fue un sueño –le dijo–. En un sueño nada tiene importancia.
La mujer no bajó la pistola.
–Depende de quién sueñe.
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lunes, 3 de septiembre de 2007
Tarde
Un texto de relatos breves.com, que olvidó su autor
Mierda! No he oído el despertador. Ya debería estar en el trabajo. A ver ahora cómo justifico llegar tan tarde. Odio dar una explicación tan estúpida como “me he quedado dormida” y llegar a la oficina todavía con las rayas de la almohada en la cara. Me pongo lo primero que pillo, claro, la misma ropa arrugada que anoche tiré a la silla. Da igual. Será más creíble que ha sido totalmente accidental ver que vengo con la misma ropa de ayer. No me paro ni a echar de comer a la gata. En la parada del autobús me alarma aún más ver que no hay nadie. Fuera del horario normal nadie coge el autobús en un barrio dormitorio. Cuánto tarda. Pasan los minutos. Creo. Con las prisas me he dejado el reloj atrás. Mejor, no puedo ir en autobús y saber lo tarde que es. Si no está en mis manos correr más, prefiero no saber la hora. Las tiendas ya están abiertas. Pero no hay nadie en la calle, nadie en las tiendas, nadie en los bares. No pasa ningún coche. No se oye más que el silbido de las hojas secas moviéndose a ras de suelo. Una enorme angustia me invade por momentos. Me pitan los oídos en el silencio más absoluto. Ahora recuerdo que mi gata no ha maullado esta mañana pidiendo su comida. No la he visto siquiera. Mi desasosiego aumenta vertiginosamente. Deshago mis pasos para volver a casa. El ascensor no hace el más mínimo ruido. Mis llaves no suenan al girar en la cerradura a pesar de que las sacudo nerviosamente. Cierro de un portazo que no suena. Corro a mi cama. Allí estoy yo. Acostada. Y en ese preciso instante de pie, con mis ojos de par en par aflorando las lágrimas, me veo cómo despierto y me incorporo angustiada en la cama. Y en un movimiento vertiginoso, ya estoy ahí. Yo soy la que está sentada en la cama con el corazón palpitante y los ojos llenos de lágrimas.
Mierda! No he oído el despertador. Ya debería estar en el trabajo. A ver ahora cómo justifico llegar tan tarde. Odio dar una explicación tan estúpida como “me he quedado dormida” y llegar a la oficina todavía con las rayas de la almohada en la cara. Me pongo lo primero que pillo, claro, la misma ropa arrugada que anoche tiré a la silla. Da igual. Será más creíble que ha sido totalmente accidental ver que vengo con la misma ropa de ayer. No me paro ni a echar de comer a la gata. En la parada del autobús me alarma aún más ver que no hay nadie. Fuera del horario normal nadie coge el autobús en un barrio dormitorio. Cuánto tarda. Pasan los minutos. Creo. Con las prisas me he dejado el reloj atrás. Mejor, no puedo ir en autobús y saber lo tarde que es. Si no está en mis manos correr más, prefiero no saber la hora. Las tiendas ya están abiertas. Pero no hay nadie en la calle, nadie en las tiendas, nadie en los bares. No pasa ningún coche. No se oye más que el silbido de las hojas secas moviéndose a ras de suelo. Una enorme angustia me invade por momentos. Me pitan los oídos en el silencio más absoluto. Ahora recuerdo que mi gata no ha maullado esta mañana pidiendo su comida. No la he visto siquiera. Mi desasosiego aumenta vertiginosamente. Deshago mis pasos para volver a casa. El ascensor no hace el más mínimo ruido. Mis llaves no suenan al girar en la cerradura a pesar de que las sacudo nerviosamente. Cierro de un portazo que no suena. Corro a mi cama. Allí estoy yo. Acostada. Y en ese preciso instante de pie, con mis ojos de par en par aflorando las lágrimas, me veo cómo despierto y me incorporo angustiada en la cama. Y en un movimiento vertiginoso, ya estoy ahí. Yo soy la que está sentada en la cama con el corazón palpitante y los ojos llenos de lágrimas.
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