Un fragmento de La historia imperfecta de Hugo López Martínez. Un paraguayo con sabor colombiano que descubrí esta tarde.
El techo, la telaraña, la taza de café, el cigarrillo, piedras y solares de una geografía, la primera frase al fin lograda, las disgresiones alrededor de un mismo personaje, en fin, ese libro de reyertas y consentimientos buscando el contrapunto de lo natural y humano.
Lo insoportable y extraño en un roce perpetuo, línea tras línea. Allí está la plaza, el lugar común, la única vía de comunicación y de movimiento. El silencio cohabita con los balbuceos y las vacilaciones. El delator es un desheredado de la juerga cotidiana, borra e inventa nuevos nombres y apellidos. Alguien agrede la intención de revivir, nadie presiente ni recompensa el deseo de reconciliación entre el pesimismo y la clarividencia.
La estatua, otro lugar común, contrae los hoyuelos del transeúnte desenfrenado y en su blancura se disipa el estentóreo grito de la gente en la calle.
Escribir, entonces, es un aliento más para decantar a la vida en su vuelo de paloma por encima de las nieblas y de las cenizas.
Escribir, entonces, desde el fondo de los bolsillos, con el brillo de las vajillas, con la quietud del callejón, sobre el movimiento de la llave en la cerradura, sobre el pañuelo que envuelve despojos y lugares comunes, aunque duelan los dientes, aunque los labios estén rotos.
martes, 22 de enero de 2008
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