Un breve fragmento de esta bella novela de Alejo Carpentier, para dejarlos picados.
Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera; días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas -de haberme sentado en el mismo rincón, de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisa papel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo saber era idénticos al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos -impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso-. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad.
Encuentro trivial, en cierto modo, como son, aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones... Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud.
Era como si estuviera cumpliendo la atroz condena de andar por una eternidad entre cifras, tablas de un gran calendario empotradas en las paredes -cronología de laberinto, que podía ser la de mi existencia, con su perenne obsesión de la hora, dentro de una prisa que sólo servía para devolverme cada mañana, al punto de partida de la víspera.
Silencio es palabra de mi vocabulario. Habiendo trabajado la música, la he usado más que los hombres de otros oficios. Sé cómo puede especularse con el silencio; cómo se le mide y encuadra. Pero ahora, sentado en esta piedra, vivo el silencio; un silencio venido de tan lejos, espeso de tantos silencios, que en él cobraría la palabra un fragor de creación. Si yo dijera algo, si yo hablara a solas, como a menudo hago, me asustaría a mí mismo.
Llego a preguntarme a veces si las formas superiores de la emoción estética no consistirán, simplemente, en un supremo entendimiento de lo creado. Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema.
lunes, 16 de junio de 2008
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1 comentario:
Sigo pensando que lo más bello de Carpentier, y habría que decir que el hombré es más que bueno, está en La Guerra del tiempo. Aquel hombre similar a Moisés da un golpe en la tierra y entonces...
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