Por lo general no publico canciones, pero una vez al año no hace daño. Esta es de Pedro Guerra. Bájenla.
Te seguiré hasta el final
te buscaré en todas partes
bajo la luz y las sombras
y en los dibujos del aire
Te seguiré hasta el final
te pediré de rodillas
que te desnudes amor
te mostraré mis heridas
Y con las luces del alba
antes que tú te despiertes
se hará ceniza el deseo
me marcharé para siempre
Te seguiré hasta el final
entre los musgos del bosque
te pediré tantas veces
que hagamos nuestra la noche
Te seguiré hasta el final
con el tesón del acero
te buscaré por la lluvia
para mojarme en tu beso
Y con las luces del alba
antes que tú te despiertes
se hará ceniza el deseo
me marcharé para siempre
y cuando todo se acabe
y se hagan polvo las alas
no habré sabido por qué
me he vuelto loco por nada
Te seguiré hasta el final
por la ladera del viento
para rogarte, por Dios
que me hagas sitio en tus besos
Y con las luces del alba
antes que tú te despiertes
se hará ceniza el deseo
me marcharé para siempre
y cuando todo se acabe
y se hagan polvo las alas
no habré sabido por qué
me he vuelto loco por nada
Y con las luces del alba
antes que tú te despiertes
se hará ceniza el deseo
me marcharé para siempre
y cuando todo se acabe
y se hagan polvo las alas
no habré sabido por qué
me he vuelto loco por nada.
lunes, 29 de diciembre de 2008
martes, 23 de diciembre de 2008
19 días
Estas canciones que son poemas, pero que son historias. Ahí tá pintao Sabina
Lo nuestro duró
lo que duran dos peces de hielo
en un güisqui on the rocks,
en vez de fingir,
o, estrellarme una copa de celos,
le dio por reír.
De pronto me vi,
como un perro de nadie,
ladrando, a las puertas del cielo.
Me dejó un neceser con agravios,
la miel en los labios
y escarcha en el pelo.
Tenían razón
mis amantes
en eso de que, antes,
el malo era yo,
con una excepción:
esta vez,
yo quería quererla querer
y ella no.
Así que se fue,
me dejó el corazón
en los huesos
y yo de rodillas.
Desde el taxi,
y, haciendo un exceso,
me tiró dos besos...
uno por mejilla.
Y regresé
a la maldición
del cajón sin su ropa,
a la perdición
de los bares de copas,
a las cenicientas
de saldo y esquina,
y, por esas ventas
del fino Laina,
pagando las cuentas
de gente sin alma
que pierde la calma
con la cocaína,
volviéndome loco,
derrochando
la bolsa y la vida
la fui, poco a poco,
dando por perdida.
Y eso que yo,
paro no agobiar con
flores a María,
para no asediarla
con mi antología
de sábanas frías
y alcobas vacías,
para no comprarla
con bisutería,
ni ser el fantoche
que va, en romería,
con la cofradía
del Santo Reproche,
tanto la quería,
que, tardé, en aprender
a olvidarla, diecinueve días
y quinientas noches.
Dijo hola y adiós,
y, el portazo, sonó
como un signo de interrogación,
sospecho que, así,
se vengaba, a través del olvido,
Cupido de mi.
No pido perdón,
¿para qué? si me va a perdonar
porque ya no le importa...
siempre tuvo la frente muy alta,
la lengua muy larga
y la falda muy corta.
Me abandonó,
como se abandonan
los zapatos viejos,
destrozó el cristal
de mis gafas de lejos,
sacó del espejo
su vivo retrato,
y, fui, tan torero,
por los callejones
del juego y el vino,
que, ayer, el portero,
me echó del casino
de Torrelodones.
Qué pena tan grande,
negaría el Santo Sacramento,
en el mismo momento
que ella me lo mande.
Y eso que yo,
paro no agobiar con
flores a María,
para no asediarla
con mi antología
de sábanas frías
y alcobas vacías,
para no comprarla
con bisutería,
ni ser el fantoche
que va, en romería,
con la cofradía
del Santo Reproche,
tanto la quería,
que, tardé, en aprender
a olvidarla, diecinueve días
y quinientas noches.
Y regresé...etc
Lo nuestro duró
lo que duran dos peces de hielo
en un güisqui on the rocks,
en vez de fingir,
o, estrellarme una copa de celos,
le dio por reír.
De pronto me vi,
como un perro de nadie,
ladrando, a las puertas del cielo.
Me dejó un neceser con agravios,
la miel en los labios
y escarcha en el pelo.
Tenían razón
mis amantes
en eso de que, antes,
el malo era yo,
con una excepción:
esta vez,
yo quería quererla querer
y ella no.
Así que se fue,
me dejó el corazón
en los huesos
y yo de rodillas.
Desde el taxi,
y, haciendo un exceso,
me tiró dos besos...
uno por mejilla.
Y regresé
a la maldición
del cajón sin su ropa,
a la perdición
de los bares de copas,
a las cenicientas
de saldo y esquina,
y, por esas ventas
del fino Laina,
pagando las cuentas
de gente sin alma
que pierde la calma
con la cocaína,
volviéndome loco,
derrochando
la bolsa y la vida
la fui, poco a poco,
dando por perdida.
Y eso que yo,
paro no agobiar con
flores a María,
para no asediarla
con mi antología
de sábanas frías
y alcobas vacías,
para no comprarla
con bisutería,
ni ser el fantoche
que va, en romería,
con la cofradía
del Santo Reproche,
tanto la quería,
que, tardé, en aprender
a olvidarla, diecinueve días
y quinientas noches.
Dijo hola y adiós,
y, el portazo, sonó
como un signo de interrogación,
sospecho que, así,
se vengaba, a través del olvido,
Cupido de mi.
No pido perdón,
¿para qué? si me va a perdonar
porque ya no le importa...
siempre tuvo la frente muy alta,
la lengua muy larga
y la falda muy corta.
Me abandonó,
como se abandonan
los zapatos viejos,
destrozó el cristal
de mis gafas de lejos,
sacó del espejo
su vivo retrato,
y, fui, tan torero,
por los callejones
del juego y el vino,
que, ayer, el portero,
me echó del casino
de Torrelodones.
Qué pena tan grande,
negaría el Santo Sacramento,
en el mismo momento
que ella me lo mande.
Y eso que yo,
paro no agobiar con
flores a María,
para no asediarla
con mi antología
de sábanas frías
y alcobas vacías,
para no comprarla
con bisutería,
ni ser el fantoche
que va, en romería,
con la cofradía
del Santo Reproche,
tanto la quería,
que, tardé, en aprender
a olvidarla, diecinueve días
y quinientas noches.
Y regresé...etc
viernes, 19 de diciembre de 2008
Canción de otoño
Verlaine. Otro maldito.
Los sollozos más hondos
del violín del otoño
son igual
que una herida en el alma
de congojas extrañas
sin final.
Tembloroso recuerdo
esta huida del tiempo
que se fue.
Evocando el pasado
y los días lejanos
lloraré.
Este viento se lleva
el ayer de tiniebla
que pasó,
una mala borrasca
que levanta hojarasca
como yo.
Los sollozos más hondos
del violín del otoño
son igual
que una herida en el alma
de congojas extrañas
sin final.
Tembloroso recuerdo
esta huida del tiempo
que se fue.
Evocando el pasado
y los días lejanos
lloraré.
Este viento se lleva
el ayer de tiniebla
que pasó,
una mala borrasca
que levanta hojarasca
como yo.
viernes, 12 de diciembre de 2008
Abro la mañana
Sabía que Pier Paolo Passolini era director de cine y hasta ensayista, pero descubrir su poesía, regala otra ventana a su obra. Aquí les va esta perla.
Abro a la mañana de un blanco lunes
la ventana, y la calle indiferente
roba entre su luz y sus rumores
mi presencia infrecuente entre las hojas.
Este moverme... en días totalmente
fuera del tiempo que parecía consagrado
a mí, sin regresos ni paradas,
espacio lleno todo de mi estado,
casi prolongación de la existencia
mía, de mi calor, del cuerpo mío...
y se ha truncado... Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia
Abro a la mañana de un blanco lunes
la ventana, y la calle indiferente
roba entre su luz y sus rumores
mi presencia infrecuente entre las hojas.
Este moverme... en días totalmente
fuera del tiempo que parecía consagrado
a mí, sin regresos ni paradas,
espacio lleno todo de mi estado,
casi prolongación de la existencia
mía, de mi calor, del cuerpo mío...
y se ha truncado... Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia
miércoles, 10 de diciembre de 2008
Parabellum
El bello oficio. Inventar mundos que son ciertos. Aquí les va este fragmento de Juan Marsé.
El enorme bulldog, de un lustroso color avellana, abandonó la alfombra donde yacía y salió del estudio sin dignarse mirar a su amo. Poco después, cuando Luys Ros introduce la primera falacia en la redacción de sus memorias, apenas considera el hecho como una simple licencia poética, un personal ajuste de cuentas con el pasado que no cesa de importunar. Pero ese detalle trivial, la alteración de la fecha en que dejó de usar el fino y bien recortado bigote (1957, que tachó con la pluma para anotar 1942) provocaría en el texto una reacción en cadena de imprevisibles consecuencias. Encerrado en su retiro de la playa, en esta casa donde aprendía a aceptar con indiferencia su soledad, la muerte repentina de su mujer y el desprecio de sus hijos, empezó a torturar los folios mecanografiados mediante tachaduras y notas al margen. Arrepentirse de algo es modificar el pasado, pensó. Podría encabezar el capítulo sexto como epígrafe.
El enorme bulldog, de un lustroso color avellana, abandonó la alfombra donde yacía y salió del estudio sin dignarse mirar a su amo. Poco después, cuando Luys Ros introduce la primera falacia en la redacción de sus memorias, apenas considera el hecho como una simple licencia poética, un personal ajuste de cuentas con el pasado que no cesa de importunar. Pero ese detalle trivial, la alteración de la fecha en que dejó de usar el fino y bien recortado bigote (1957, que tachó con la pluma para anotar 1942) provocaría en el texto una reacción en cadena de imprevisibles consecuencias. Encerrado en su retiro de la playa, en esta casa donde aprendía a aceptar con indiferencia su soledad, la muerte repentina de su mujer y el desprecio de sus hijos, empezó a torturar los folios mecanografiados mediante tachaduras y notas al margen. Arrepentirse de algo es modificar el pasado, pensó. Podría encabezar el capítulo sexto como epígrafe.
martes, 9 de diciembre de 2008
Ay Onetti
No comments
Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasma, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser erigido y convenía dar.
Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasma, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser erigido y convenía dar.
jueves, 4 de diciembre de 2008
Canción última
A veces hay que regodearse en el dolor para acabar los días malditos. Aquí les va este de Miguel Hernández.
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
domingo, 30 de noviembre de 2008
Alba
Hay días, en cambio, en que uno está maldito. Que tal este de García Lorca.
Mi corazón oprimido
Siente junto a la alborada
El dolor de sus amores
Y el sueño de las distancias.
La luz de la aurora lleva
Semilleros de nostalgias
Y la tristeza sin ojos
De la médula del alma.
La gran tumba de la noche
Su negro velo levanta
Para ocultar con el día
La inmensa cumbre estrellada.
¡Qué haré yo sobre estos campos
Cogiendo nidos y ramas
Rodeado de la aurora
Y llena de noche el alma!
¡Qué haré si tienes tus ojos
Muertos a las luces claras
Y no ha de sentir mi carne
El calor de tus miradas!
¿Por qué te perdí por siempre
En aquella tarde clara?
Hoy mi pecho está reseco
Como una estrella apagada.
Mi corazón oprimido
Siente junto a la alborada
El dolor de sus amores
Y el sueño de las distancias.
La luz de la aurora lleva
Semilleros de nostalgias
Y la tristeza sin ojos
De la médula del alma.
La gran tumba de la noche
Su negro velo levanta
Para ocultar con el día
La inmensa cumbre estrellada.
¡Qué haré yo sobre estos campos
Cogiendo nidos y ramas
Rodeado de la aurora
Y llena de noche el alma!
¡Qué haré si tienes tus ojos
Muertos a las luces claras
Y no ha de sentir mi carne
El calor de tus miradas!
¿Por qué te perdí por siempre
En aquella tarde clara?
Hoy mi pecho está reseco
Como una estrella apagada.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
96
Hay días en que somos tan lúgubres tan lúgubres, yo no se
Pienso, esta época en que tú me amaste
se irá por otra azul sustituida,
será otra piel sobre los mismos huesos,
otros ojos verán la primavera.
Nadie de los que ataron esta hora,
de los que conversaron con el humo,
gobiernos, traficantes, transeúntes,
continuarán moviéndose en sus hilos.
Se irán los crueles dioses con anteojos,
los peludos carnívoros con libro,
los pulgones y los pipipasseyros.
Y cuando esté recién lavado el mundo
nacerán otros ojos en el agua
y crecerá sin lágrimas el trigo.
Pienso, esta época en que tú me amaste
se irá por otra azul sustituida,
será otra piel sobre los mismos huesos,
otros ojos verán la primavera.
Nadie de los que ataron esta hora,
de los que conversaron con el humo,
gobiernos, traficantes, transeúntes,
continuarán moviéndose en sus hilos.
Se irán los crueles dioses con anteojos,
los peludos carnívoros con libro,
los pulgones y los pipipasseyros.
Y cuando esté recién lavado el mundo
nacerán otros ojos en el agua
y crecerá sin lágrimas el trigo.
domingo, 23 de noviembre de 2008
Poema LXIX
Maldito usted, don Neruda
Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
sin que vayas cortando el mediodía
como una flor azul, sin que camines
más tarde por la niebla y los ladrillos,
sin esa luz que llevas en la mano
que tal vez otros no verán dorada,
que tal vez nadie supo que crecía
como el origen rojo de la rosa,
sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,
y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos,
y por amor seré, serás, seremos.
Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
sin que vayas cortando el mediodía
como una flor azul, sin que camines
más tarde por la niebla y los ladrillos,
sin esa luz que llevas en la mano
que tal vez otros no verán dorada,
que tal vez nadie supo que crecía
como el origen rojo de la rosa,
sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,
y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos,
y por amor seré, serás, seremos.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Calle Melancolía
Una canción de Sabina, porque hay días en que somos tan móviles, tan móviles... yo no se.
Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,
por la ciudad camino, no preguntéis adónde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.
Las chimeneas vierten su vómito de humo
a un cielo cada vez más lejano y más alto.
Por las paredes ocres se desparrama el zumo
de una fruta de sangre crecida en el asfalto.
Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable,
el barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía.
Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido,
que viene de la noche y va a ninguna parte,
así mis pies descienden la cuesta del olvido,
fatigados de tanto andar sin encontrarte.
Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,
ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama;
me enfado con las sombras que pueblan los pasillos
y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama.
Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras,
si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía
Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,
por la ciudad camino, no preguntéis adónde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.
Las chimeneas vierten su vómito de humo
a un cielo cada vez más lejano y más alto.
Por las paredes ocres se desparrama el zumo
de una fruta de sangre crecida en el asfalto.
Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable,
el barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía.
Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido,
que viene de la noche y va a ninguna parte,
así mis pies descienden la cuesta del olvido,
fatigados de tanto andar sin encontrarte.
Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,
ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama;
me enfado con las sombras que pueblan los pasillos
y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama.
Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras,
si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silbar mi melodía
miércoles, 12 de noviembre de 2008
Adios
Gabriela Mistral y los adioses
En costa lejana
y en mar de Pasión,
dijimos adioses
sin decir adiós.
Y no fue verdad
la alucinación.
Ni tú la creíste
ni la creo yo,
«y es cierto y no es cierto»
como en la canción.
Que yendo hacia el Sur
diciendo iba yo:
«Vamos hacia el mar
que devora al Sol».
Y yendo hacia el Norte
decía tu voz:
«Vamos a ver juntos
donde se hace el Sol».
Ni por juego digas
o exageración
que nos separaron
tierra y mar, que son
ella, sueño y el
alucinación.
No te digas solo
ni pida tu voz
albergue para uno
al albergador.
Echarás la sombra
que siempre se echó,
morderás la duna
con paso de dos...
Para que ninguno,
ni hombre ni dios,
nos llame partidos
como luna y sol;
para que ni roca
ni viento errador,
ni río con vado
ni árbol sombreador,
aprendan y digan
mentira o error
del Sur y del Norte,
del uno y del dos!
En costa lejana
y en mar de Pasión,
dijimos adioses
sin decir adiós.
Y no fue verdad
la alucinación.
Ni tú la creíste
ni la creo yo,
«y es cierto y no es cierto»
como en la canción.
Que yendo hacia el Sur
diciendo iba yo:
«Vamos hacia el mar
que devora al Sol».
Y yendo hacia el Norte
decía tu voz:
«Vamos a ver juntos
donde se hace el Sol».
Ni por juego digas
o exageración
que nos separaron
tierra y mar, que son
ella, sueño y el
alucinación.
No te digas solo
ni pida tu voz
albergue para uno
al albergador.
Echarás la sombra
que siempre se echó,
morderás la duna
con paso de dos...
Para que ninguno,
ni hombre ni dios,
nos llame partidos
como luna y sol;
para que ni roca
ni viento errador,
ni río con vado
ni árbol sombreador,
aprendan y digan
mentira o error
del Sur y del Norte,
del uno y del dos!
sábado, 8 de noviembre de 2008
La calle
aquí está tu calle buitre, y la mia, la de rivero, la de todos durante tantos años
Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
uno no se explica por qué
suceden tantas cosas en un minuto
en una hora en doce horas
desde que el sol preña la tierra
Tiene puertas como bocas sin dientes
Las mujeres se asoman a las ventanas
y miran tan lejanamente...
Sobre un alambre en el que los días
hacen equilibrio cuelgan a secar
medias camisas y pantalones rotos
Tres mujeres con cara de pocos amigos
esperan el bus. son modistillas
que van a los talleres de la ciudad
a coser su miseria con una aguja de oro
La beata de enfrente
acaricia con uvas a un gato lustroso
y le dice "my darling"
mientras un estudiante regresa
a su cuarto de hotel
donde la cama en actitud de mujer pariendo
espera su saco de huesos
y colgado en la pared con una cinta
el retrato de la novia
que se ahorcó en sus trenzas
y ya tiene dos hijos parecidos
a su marido el boticario
Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías
Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
se ven éstas cosas y otras cosas...
Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
uno no se explica por qué
suceden tantas cosas en un minuto
en una hora en doce horas
desde que el sol preña la tierra
Tiene puertas como bocas sin dientes
Las mujeres se asoman a las ventanas
y miran tan lejanamente...
Sobre un alambre en el que los días
hacen equilibrio cuelgan a secar
medias camisas y pantalones rotos
Tres mujeres con cara de pocos amigos
esperan el bus. son modistillas
que van a los talleres de la ciudad
a coser su miseria con una aguja de oro
La beata de enfrente
acaricia con uvas a un gato lustroso
y le dice "my darling"
mientras un estudiante regresa
a su cuarto de hotel
donde la cama en actitud de mujer pariendo
espera su saco de huesos
y colgado en la pared con una cinta
el retrato de la novia
que se ahorcó en sus trenzas
y ya tiene dos hijos parecidos
a su marido el boticario
Al final de la calle está la casa
del farolito rojo
a donde van prostitutas niñas
con pelo color de miel
y senos como dos monedas de centavo frías
Esta calle mi calle
se parece a todas las calles del mundo
se ven éstas cosas y otras cosas...
jueves, 6 de noviembre de 2008
Maldición
Un poema de la Carranza para todos los malditos
Te perseguiré por los siglos de los siglos.
No dejaré piedra sin remover
Ni mis ojos horizonte sin mirar.
Dondequiera que mi voz hable
Llegará sin perdón a tu oído
Y mis pasos estarán siempre
Dentro del laberinto que tracen los tuyos.
Se sucederán millones de amaneceres y de ocasos,
Resucitarán los muertos y volverán a morir
Y allí donde tú estés:
Polvo, luna, nada, te he de encontrar.
Te perseguiré por los siglos de los siglos.
No dejaré piedra sin remover
Ni mis ojos horizonte sin mirar.
Dondequiera que mi voz hable
Llegará sin perdón a tu oído
Y mis pasos estarán siempre
Dentro del laberinto que tracen los tuyos.
Se sucederán millones de amaneceres y de ocasos,
Resucitarán los muertos y volverán a morir
Y allí donde tú estés:
Polvo, luna, nada, te he de encontrar.
miércoles, 29 de octubre de 2008
Epístola a los transeúntes
Un poema para los que saben dónde queda Trilce
Reanudo mi día de conejo
mi noche de elefante en descanso.
Y, entre mi, digo:
ésta es mi inmensidad en bruto, a cántaros
éste es mi grato peso,
que me buscará abajo para pájaro
éste es mi brazo
que por su cuenta rehusó ser ala,
éstas son mis sagradas escrituras,
éstos mis alarmados campeñones.
Lúgubre isla me alumbrará continental,
mientras el capitolio se apoye en mi íntimo derrumbe
y la asamblea en lanzas clausure mi desfile.
Pero cuando yo muera
de vida y no de tiempo,
cuando lleguen a dos mis dos maletas,
éste ha de ser mi estómago en que cupo mi lámpara en pedazos,
ésta aquella cabeza que expió los tormentos del círculo en mis pasos,
éstos esos gusanos que el corazón contó por unidades,
éste ha de ser mi cuerpo solidario
por el que vela el alma individual; éste ha de ser
mi ombligo en que maté mis piojos natos,
ésta mi cosa cosa, mi cosa tremebunda.
En tanto, convulsiva, ásperamente
convalece mi freno,
sufriendo como sufro del lenguaje directo del león;
y, puesto que he existido entre dos potestades de ladrillo,
convalesco yo mismo, sonriendo de mis labios.
Reanudo mi día de conejo
mi noche de elefante en descanso.
Y, entre mi, digo:
ésta es mi inmensidad en bruto, a cántaros
éste es mi grato peso,
que me buscará abajo para pájaro
éste es mi brazo
que por su cuenta rehusó ser ala,
éstas son mis sagradas escrituras,
éstos mis alarmados campeñones.
Lúgubre isla me alumbrará continental,
mientras el capitolio se apoye en mi íntimo derrumbe
y la asamblea en lanzas clausure mi desfile.
Pero cuando yo muera
de vida y no de tiempo,
cuando lleguen a dos mis dos maletas,
éste ha de ser mi estómago en que cupo mi lámpara en pedazos,
ésta aquella cabeza que expió los tormentos del círculo en mis pasos,
éstos esos gusanos que el corazón contó por unidades,
éste ha de ser mi cuerpo solidario
por el que vela el alma individual; éste ha de ser
mi ombligo en que maté mis piojos natos,
ésta mi cosa cosa, mi cosa tremebunda.
En tanto, convulsiva, ásperamente
convalece mi freno,
sufriendo como sufro del lenguaje directo del león;
y, puesto que he existido entre dos potestades de ladrillo,
convalesco yo mismo, sonriendo de mis labios.
jueves, 23 de octubre de 2008
Literatura
Encontré este texto de un mexicano llamado Julio Torri. No digo que sea el mejor texto del mundo, pero, que decir... quizá, ustedes que escriben, lo entiendan
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
lunes, 20 de octubre de 2008
En esto creo
Un fragmento de Carlos Fuentes que me llamó desde el fondo del aleph
Paul Morand, con quien compartí varias veces la piscina del Automobile Club de France en la Place de la Concorde, me decía que en su testamento había dejado dispuesto que su piel fuese utilizada como maleta a fin de seguir viajando eternamente. Venecia –o las Venecias, en plural- era una de las ciudades preferidas de este autonombrado “viudo de Europa”. Venecia, más que una ciudad, era para Morand la confidente de su alma silenciosa, el retrato de un hombre en mil Venecias diferentes. Yo, que viví medio año frente a la Chiesa de San Bastian decorada por Veronese en esa mitad de las Venecias que es el Dorsoduro, siento a la Venecia como una ciudad que requiere ausencias para conservar su gloria, que es la del asombro. Tenemos los humanos una capacidad constante para convertir la maravilla en la rutina. Cuando me di cuenta de que atravesaba San Marco sin mirar nada más que la punta de mis zapatos, me fui de la costumbre para recuperar el asombro y recordar y escribir a Venecia como la ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua. En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles. La laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden, he pensado, los cuerpos pasajeros de los hombres contra este encantamiento. Poco importa que seamos sólidos o espectrales. Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.
Paul Morand, con quien compartí varias veces la piscina del Automobile Club de France en la Place de la Concorde, me decía que en su testamento había dejado dispuesto que su piel fuese utilizada como maleta a fin de seguir viajando eternamente. Venecia –o las Venecias, en plural- era una de las ciudades preferidas de este autonombrado “viudo de Europa”. Venecia, más que una ciudad, era para Morand la confidente de su alma silenciosa, el retrato de un hombre en mil Venecias diferentes. Yo, que viví medio año frente a la Chiesa de San Bastian decorada por Veronese en esa mitad de las Venecias que es el Dorsoduro, siento a la Venecia como una ciudad que requiere ausencias para conservar su gloria, que es la del asombro. Tenemos los humanos una capacidad constante para convertir la maravilla en la rutina. Cuando me di cuenta de que atravesaba San Marco sin mirar nada más que la punta de mis zapatos, me fui de la costumbre para recuperar el asombro y recordar y escribir a Venecia como la ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua. En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles. La laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden, he pensado, los cuerpos pasajeros de los hombres contra este encantamiento. Poco importa que seamos sólidos o espectrales. Igual da. Venecia toda es un fantasma. No expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie los reconocería por tales aquí. Y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.
miércoles, 15 de octubre de 2008
Día de otoño
No se por qué le dio al Buitre, uno de los tres lectores de este blog que me escribe, por decir que andaba muy REINE MARÍA RILKE... parece que así era. Aquí les regalo este día de otoño que me entregó Hugo cuando apenas las hojas empiezan a caer.
Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.
Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.
No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.
Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.
Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.
No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.
lunes, 13 de octubre de 2008
La carta de Lord Chandos
Toda una vida puede transcurrir bajo una ilusión: la de que las palabras equivalen a la realidad. Ese es nuestro credo... he aquí el anticristo. No coloco textos largos en este blog por una autocensura impuesta desde que me metí en esto de publicar para desconocidos. Sin embargo, esta es una carta que vale la pena leer.
Por Hugo Von Hofmannsthal
Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bach, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria.
Es usted muy benévolo, mi apreciado amigo, en pasar por alto mi silencio de dos años y escribirme de este modo. Es más que benévolo al dar su preocupación por mí, a su extrañeza por el entumecimiento mental en que cree que estoy cayendo, la expresión de la ligereza y la broma que sólo dominan a los grandes hombres que están persuadidos de la peligrosidad de la vida, y sin embargo no se desaniman.
Concluye usted con el aforismo de Hipocrates Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat (Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos), y opina que necesito la medicina no sólo para domeñar mi mal, sino más aun para aguzar mi mente para el estado de mi interior. Quisiera contestarle como le merece de mí, quisiera abrirme del todo a usted y no sé cómo proceder.
(...) ¡Quién es el hombre para hacer planes!
Yo también juegue con otros planes. Su benévola carta también los resucita. Hinchados con una gota de mi sangre, revolotean todos ante mí como mosquitos tristes junto a un muro sombrío sobre el que ya no cae el sol luminoso de los días felices.
Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, cuyo hálito creía percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores.
Recuerdo aquel proyecto. Se basaba en no sé qué placer sensual y espiritual: así como el ciervo acosado ansia sumergirse en el agua, ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas, en esos Narcisos y Proteos, Perseos y Acteones: desaparecer quería en ellos y hablar desde ellos con el don de las lenguas. Yo quería. Yo quería muchas cosas más. Pensaba reunir una colección de apotegmas, como la que recopiló Julio Cesar; usted recuerda la cita en una carta de Cicerón. Allí pensaba recoger las frases más curiosas que hubiese conseguido juntar en mis viajes a través del trato con los hombres sabios y las mujeres ingeniosas de nuestro tiempo o con gentes excepcionales del pueblo o personas cultas y notables; a ellas quería añadir hermosas sentencias y reflexiones de las obras de los antiguos y de los italianos, y todas las joyas intelectuales que encontrase en libros, manuscritos o conversaciones; además, la clasificación de fiestas y procesiones de especial belleza, crímenes y casos de demencia curiosos, la descripción de los edificios más grandes y singulares de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra entera se titularía Nosce te ipsum.
En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en las aberraciones de la locura tanto como en el refinamiento extremos del ceremonial español; en las torpezas de unos jóvenes campesinos no menos que en las dulces alegorías; en toda la naturaleza me sentía a mí mismo; cuando en mi cabaña de caza bebía de un cuenco de madera la leche espumeante y tibia que una mujeruca greñuda ordeñaba de las ubres de una hermosa vaca de ojos tiernos, aquello no era para distinto cuando, sentado en el banco de la ventana de mi estudio, bebía de un infolio el alimento dulce y espumeante del espíritu. Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas parte estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia; o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar unas tras otras y abrir con ellas tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.
Es posible que quien esté abierto a tales punto de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mis pensamiento pasan raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentra un descanso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.
Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿ Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?
Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.
Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras "espíritu", "alma", o "cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla hacia la necesidad de siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado solitario.
Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona, el predicador T. es un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, falso e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaba alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.
Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me aterraban los peligros de su vuelo metafórico. Sobre todo pensé en guiarme por los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Comprendía esos conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego con bolas doradas. Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellos me invadió una sensación terrible de soledad; me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; huí de nuevo al exterior.
Desde entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que usted, me temo, apenas podrá comprenderla; una existencia que, desde luego, apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los nobles terratenientes de este reino y que no está del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes. No me resulta fácil explicarle a grandes rasgos en qué consisten esos buenos momentos; las palabras me vuelven a faltar. Pues es algo completamente innominado y probablemente apenas nominable lo que se me anuncia en tales momentos llenando como un recipiente cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un caudal desbordante de vida superior. No puede esperar que me comprenda sin un ejemplo y debo pedirle indulgencia por la ridiculez de mis ejemplos. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento, que de ningún modo soy capaz de propiciar, una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla todas las palabras me aparecen demasiado pobres. Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente. Así había dado yo recientemente la orden de echar abundante veneno a las ratas que había en los sótanos de una mis granjas. Partí a caballo hacia el atardecer y no pensé más en el asunto, como bien puede usted imaginar. Entonces, cuando voy cabalgando al paso por la profunda tierra arada, sin nada más grave a mi alrededor que una cría de codorniz espantada y a lo lejos, sobre los campos ondulados, el gran sol poniente, se abre de pronto a mi interior ese sótano lleno de la agonía de esa manada de ratas.
Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado de olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada. Pero ¿por qué intento emplear de nuevo unas palabras de las que he renegado? ¿Recuerda, amigo mío, en Livio el maravilloso relato de Alba Longa? Cómo vagan sus habitantes por las calles que no han de volver a ver...cómo se despiden de las piedras del suelo! Le digo, amigo mío, que yo llevaba eso dentro de mí y, al mismo tiempo, Cartago en llamas; pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime. ¡Allí estaba una madre que tenía alrededor a sus crías moribundas y temblorosas, y que dirigía sus miradas no a los muros implacables, sino al aire vacío o, a través del aire, al infinito, y que acompañaba esas miradas con un rechinar de dientes! Si un esclavo que servía se encontró lleno de horror impotente cerca de la Niobe petrificada, debió sufrir lo que yo sufrí cuando, dentro de mí, el alma de aquel animal enseñaba los dientes al atroz destino.
Perdóneme esta descripción, pero no piense que era compasión lo que me llenaba. No debe pensarlo de ningún modo: si no, habría elegido mi ejemplo muy torpemente. Era mucho y mucho menos que compasión; una enorme participación, un transfundirse en aquellas criaturas o un sentimiento de que un fluido de la vida y la muerte, del sueño y la vigilia había pasado por un instante a ella...pero ¿de dónde? Pues que tiene que ver con la compasión, con una asociación de ideas humanas comprensible, si otro atardecer encuentro bajo un nogal una regadera medio llena que ha olvidado allí un jardinero, y si esa regadera, y el agua dentro de ella, obscurecida por la sombra del árbol, y un ditisco que rema en la superficie de esa agua de una obscura orilla a la otra, si esa combinación de nimiedades me estremece con tal presencia de lo infinito, me estremece desde las raíces de los pelos hasta los tuétanos del talón de tal manera que desearía prorrumpir en palabras de las que se que, si las encontrase, subyugarían a esos querubines en los que no creo; y que luego me aparte en silencio de aquel lugar y al cabo de las semanas, cuando divise ese nogal, pase de largo con una esquiva mirada, porque no quiero ahuyentar la postrera sensación de lo maravilloso que flota allí alrededor del tronco, porque no quiero expulsar lo más que terrenales escalofríos que todavía siguen vibrando cerca de allí, alrededor de los arbustos. En esos momentos, una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carros que serpentea por la colina, una piedra cubierta de musgos, se convierte en más de lo que haya podido ser jamás la amada más apasionada y hermosa de la noche más feliz. Esas criaturas mudas y a veces animadas se alzan hacia mí con tal abundancia, con tal presencia de amor, que mi mirada dichosa no es capaz de caer sobre ningún lugar muerto alrededor de mí. Todo, todo lo que existe, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, me parece ser algo. También mí propia pesadez, el restante embotamiento de mi cerebro, se me aparece como algo; siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no se decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho perceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre.
Aparte de estas curiosas casualidades, que, por cierto, no sé si debo atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad. La buena y severa educación que debo a mi difunto padre y el haberme habituado tempranamente a no dejar desocupada ninguna hora del día, es, así me parece, lo único que, hacia afuera, sigue dando a mi vida una consistencia suficiente y una apariencia adecuada a mi condición y a mi persona.
Estoy reformando un ala de mi casa y de cuando en cuando logro departir con el arquitecto sobre los progresos de su trabajo; administro mis fincas, y mis aparceros y empleados me encontrarán probablemente más parco en palabras, pero no menos amable que antes. Ninguno de los que están con la gorra quitada delante de la puerta de su casa, cuando paso cabalgando al atardecer, se imaginara que mi mirada, que están acostumbrados a acoger respetuosamente, vaga con callada añoranza sobre los tablones podridos, bajo los cuales suelen buscar los gusanos para pescar; que se sumerge a través de la estrecha ventana enrejada en el lúgubre cuarto donde, en un rincón, la cama baja con sábanas multicolores parece esperar siempre a alguien que quiere morir o a alguien que debe nacer; que mi ojo se detiene largamente en los feos perros jóvenes o en el gato que se desliza elástico entre macetas; y que, entre todos los objetos pobres y toscos de una vida campesina, busca aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento. Pues mi dichoso e innominado sentimiento surgirá para mí antes de un solitario y lejano fuego de pastores que de la visión del cielo estrellado; antes del canto de un último grillo próximo a la muerte cuando el viento de otoño arrastra nubes invernales sobre los campos desiertos, que del majestuoso fragor del órgano. Y a veces me comparo en pensamiento con aquel Craso, el orador, del que cuentan que tomo un cariño tan extraordinario a una morena mansa de su estanque, un pez opaco, mudo, de ojos rojos, que se convirtió en tema de conversación de la ciudad; y cuando en cierta ocasión, Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprocho en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de aquel pez, Craso le contestó: "De ese manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera, ni vuestra segunda mujer".
No sé cuantas veces ese craso con su morena me viene a la cabeza como un reflejo de mi propio yo, arrojado sobre mí por encima del abismo de los siglos. Pero no por la respuesta que dio a Domiciano. La respuesta puso a los reidores de su lado, de manera que el asunto se disolvió en una broma. Pero a mí el asunto me afecta, el asunto, que habría seguido siendo el mismo, aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor. En tal caso, Craso aún seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena. Y sobre esa figura, cuya ridiculez y abyección salta tanto a la vista en medio de un senado que dominaba el mundo, que debatía las cuestiones más sublimes, sobre esa figura, un algo innombrable me obliga a pensar de una manera que me parece completamente insensata en el momento en que trato de expresarla con palabras.
La imagen de esa Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, pulsa y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, formase pompas, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.
Le he molestado en demasía, mi querido amigo, con esta extendida descripción de un estado inexplicable que normalmente permanece encerrado en mí.
Fue usted muy benévolo al manifestar su descontento por el hecho de que ya no llegue a usted ningún libro escrito por mí "que le resarza de verse privado de mi trato". Yo sentí en ese momento, con una certeza que no estaba del todo exenta de un sentimiento doloroso, que tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré un libro en inglés ni en latín; y eso por un solo motivo cuya rareza, para mí embarazosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad mental el ordenarla, con mirada no cegada, en el reino de los fenómenos espirituales y corpóreos extendido armónicamente ante usted: es decir, porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no sólo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni un sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido.
Quisiera que me fuera dado comprimir en las últimas palabras de esta probablemente última carta que escribo a Francis Bacon, todo el amor y agradecimiento, toda la inmensa admiración que por el benefactor de mi espíritu, por el primer inglés de mi época, llevo en mi corazón y llevaré en el hasta que la muerte lo haga estallar. (*)
Anno Domini 1603, este 22 de agosto
Phi. Chandos
Por Hugo Von Hofmannsthal
Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bach, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria.
Es usted muy benévolo, mi apreciado amigo, en pasar por alto mi silencio de dos años y escribirme de este modo. Es más que benévolo al dar su preocupación por mí, a su extrañeza por el entumecimiento mental en que cree que estoy cayendo, la expresión de la ligereza y la broma que sólo dominan a los grandes hombres que están persuadidos de la peligrosidad de la vida, y sin embargo no se desaniman.
Concluye usted con el aforismo de Hipocrates Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat (Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos), y opina que necesito la medicina no sólo para domeñar mi mal, sino más aun para aguzar mi mente para el estado de mi interior. Quisiera contestarle como le merece de mí, quisiera abrirme del todo a usted y no sé cómo proceder.
(...) ¡Quién es el hombre para hacer planes!
Yo también juegue con otros planes. Su benévola carta también los resucita. Hinchados con una gota de mi sangre, revolotean todos ante mí como mosquitos tristes junto a un muro sombrío sobre el que ya no cae el sol luminoso de los días felices.
Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, cuyo hálito creía percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores.
Recuerdo aquel proyecto. Se basaba en no sé qué placer sensual y espiritual: así como el ciervo acosado ansia sumergirse en el agua, ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas, en esos Narcisos y Proteos, Perseos y Acteones: desaparecer quería en ellos y hablar desde ellos con el don de las lenguas. Yo quería. Yo quería muchas cosas más. Pensaba reunir una colección de apotegmas, como la que recopiló Julio Cesar; usted recuerda la cita en una carta de Cicerón. Allí pensaba recoger las frases más curiosas que hubiese conseguido juntar en mis viajes a través del trato con los hombres sabios y las mujeres ingeniosas de nuestro tiempo o con gentes excepcionales del pueblo o personas cultas y notables; a ellas quería añadir hermosas sentencias y reflexiones de las obras de los antiguos y de los italianos, y todas las joyas intelectuales que encontrase en libros, manuscritos o conversaciones; además, la clasificación de fiestas y procesiones de especial belleza, crímenes y casos de demencia curiosos, la descripción de los edificios más grandes y singulares de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra entera se titularía Nosce te ipsum.
En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en las aberraciones de la locura tanto como en el refinamiento extremos del ceremonial español; en las torpezas de unos jóvenes campesinos no menos que en las dulces alegorías; en toda la naturaleza me sentía a mí mismo; cuando en mi cabaña de caza bebía de un cuenco de madera la leche espumeante y tibia que una mujeruca greñuda ordeñaba de las ubres de una hermosa vaca de ojos tiernos, aquello no era para distinto cuando, sentado en el banco de la ventana de mi estudio, bebía de un infolio el alimento dulce y espumeante del espíritu. Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas parte estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia; o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar unas tras otras y abrir con ellas tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico.
Es posible que quien esté abierto a tales punto de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mis pensamiento pasan raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentra un descanso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto.
Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿ Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos?
Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.
Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras "espíritu", "alma", o "cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla hacia la necesidad de siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado solitario.
Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona, el predicador T. es un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, falso e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaba alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.
Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me aterraban los peligros de su vuelo metafórico. Sobre todo pensé en guiarme por los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Comprendía esos conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego con bolas doradas. Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellos me invadió una sensación terrible de soledad; me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; huí de nuevo al exterior.
Desde entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que usted, me temo, apenas podrá comprenderla; una existencia que, desde luego, apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los nobles terratenientes de este reino y que no está del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes. No me resulta fácil explicarle a grandes rasgos en qué consisten esos buenos momentos; las palabras me vuelven a faltar. Pues es algo completamente innominado y probablemente apenas nominable lo que se me anuncia en tales momentos llenando como un recipiente cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un caudal desbordante de vida superior. No puede esperar que me comprenda sin un ejemplo y debo pedirle indulgencia por la ridiculez de mis ejemplos. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento, que de ningún modo soy capaz de propiciar, una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla todas las palabras me aparecen demasiado pobres. Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente. Así había dado yo recientemente la orden de echar abundante veneno a las ratas que había en los sótanos de una mis granjas. Partí a caballo hacia el atardecer y no pensé más en el asunto, como bien puede usted imaginar. Entonces, cuando voy cabalgando al paso por la profunda tierra arada, sin nada más grave a mi alrededor que una cría de codorniz espantada y a lo lejos, sobre los campos ondulados, el gran sol poniente, se abre de pronto a mi interior ese sótano lleno de la agonía de esa manada de ratas.
Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado de olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada. Pero ¿por qué intento emplear de nuevo unas palabras de las que he renegado? ¿Recuerda, amigo mío, en Livio el maravilloso relato de Alba Longa? Cómo vagan sus habitantes por las calles que no han de volver a ver...cómo se despiden de las piedras del suelo! Le digo, amigo mío, que yo llevaba eso dentro de mí y, al mismo tiempo, Cartago en llamas; pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime. ¡Allí estaba una madre que tenía alrededor a sus crías moribundas y temblorosas, y que dirigía sus miradas no a los muros implacables, sino al aire vacío o, a través del aire, al infinito, y que acompañaba esas miradas con un rechinar de dientes! Si un esclavo que servía se encontró lleno de horror impotente cerca de la Niobe petrificada, debió sufrir lo que yo sufrí cuando, dentro de mí, el alma de aquel animal enseñaba los dientes al atroz destino.
Perdóneme esta descripción, pero no piense que era compasión lo que me llenaba. No debe pensarlo de ningún modo: si no, habría elegido mi ejemplo muy torpemente. Era mucho y mucho menos que compasión; una enorme participación, un transfundirse en aquellas criaturas o un sentimiento de que un fluido de la vida y la muerte, del sueño y la vigilia había pasado por un instante a ella...pero ¿de dónde? Pues que tiene que ver con la compasión, con una asociación de ideas humanas comprensible, si otro atardecer encuentro bajo un nogal una regadera medio llena que ha olvidado allí un jardinero, y si esa regadera, y el agua dentro de ella, obscurecida por la sombra del árbol, y un ditisco que rema en la superficie de esa agua de una obscura orilla a la otra, si esa combinación de nimiedades me estremece con tal presencia de lo infinito, me estremece desde las raíces de los pelos hasta los tuétanos del talón de tal manera que desearía prorrumpir en palabras de las que se que, si las encontrase, subyugarían a esos querubines en los que no creo; y que luego me aparte en silencio de aquel lugar y al cabo de las semanas, cuando divise ese nogal, pase de largo con una esquiva mirada, porque no quiero ahuyentar la postrera sensación de lo maravilloso que flota allí alrededor del tronco, porque no quiero expulsar lo más que terrenales escalofríos que todavía siguen vibrando cerca de allí, alrededor de los arbustos. En esos momentos, una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carros que serpentea por la colina, una piedra cubierta de musgos, se convierte en más de lo que haya podido ser jamás la amada más apasionada y hermosa de la noche más feliz. Esas criaturas mudas y a veces animadas se alzan hacia mí con tal abundancia, con tal presencia de amor, que mi mirada dichosa no es capaz de caer sobre ningún lugar muerto alrededor de mí. Todo, todo lo que existe, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, me parece ser algo. También mí propia pesadez, el restante embotamiento de mi cerebro, se me aparece como algo; siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no se decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho perceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre.
Aparte de estas curiosas casualidades, que, por cierto, no sé si debo atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad. La buena y severa educación que debo a mi difunto padre y el haberme habituado tempranamente a no dejar desocupada ninguna hora del día, es, así me parece, lo único que, hacia afuera, sigue dando a mi vida una consistencia suficiente y una apariencia adecuada a mi condición y a mi persona.
Estoy reformando un ala de mi casa y de cuando en cuando logro departir con el arquitecto sobre los progresos de su trabajo; administro mis fincas, y mis aparceros y empleados me encontrarán probablemente más parco en palabras, pero no menos amable que antes. Ninguno de los que están con la gorra quitada delante de la puerta de su casa, cuando paso cabalgando al atardecer, se imaginara que mi mirada, que están acostumbrados a acoger respetuosamente, vaga con callada añoranza sobre los tablones podridos, bajo los cuales suelen buscar los gusanos para pescar; que se sumerge a través de la estrecha ventana enrejada en el lúgubre cuarto donde, en un rincón, la cama baja con sábanas multicolores parece esperar siempre a alguien que quiere morir o a alguien que debe nacer; que mi ojo se detiene largamente en los feos perros jóvenes o en el gato que se desliza elástico entre macetas; y que, entre todos los objetos pobres y toscos de una vida campesina, busca aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento. Pues mi dichoso e innominado sentimiento surgirá para mí antes de un solitario y lejano fuego de pastores que de la visión del cielo estrellado; antes del canto de un último grillo próximo a la muerte cuando el viento de otoño arrastra nubes invernales sobre los campos desiertos, que del majestuoso fragor del órgano. Y a veces me comparo en pensamiento con aquel Craso, el orador, del que cuentan que tomo un cariño tan extraordinario a una morena mansa de su estanque, un pez opaco, mudo, de ojos rojos, que se convirtió en tema de conversación de la ciudad; y cuando en cierta ocasión, Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprocho en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de aquel pez, Craso le contestó: "De ese manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera, ni vuestra segunda mujer".
No sé cuantas veces ese craso con su morena me viene a la cabeza como un reflejo de mi propio yo, arrojado sobre mí por encima del abismo de los siglos. Pero no por la respuesta que dio a Domiciano. La respuesta puso a los reidores de su lado, de manera que el asunto se disolvió en una broma. Pero a mí el asunto me afecta, el asunto, que habría seguido siendo el mismo, aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor. En tal caso, Craso aún seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena. Y sobre esa figura, cuya ridiculez y abyección salta tanto a la vista en medio de un senado que dominaba el mundo, que debatía las cuestiones más sublimes, sobre esa figura, un algo innombrable me obliga a pensar de una manera que me parece completamente insensata en el momento en que trato de expresarla con palabras.
La imagen de esa Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, pulsa y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, formase pompas, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz.
Le he molestado en demasía, mi querido amigo, con esta extendida descripción de un estado inexplicable que normalmente permanece encerrado en mí.
Fue usted muy benévolo al manifestar su descontento por el hecho de que ya no llegue a usted ningún libro escrito por mí "que le resarza de verse privado de mi trato". Yo sentí en ese momento, con una certeza que no estaba del todo exenta de un sentimiento doloroso, que tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré un libro en inglés ni en latín; y eso por un solo motivo cuya rareza, para mí embarazosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad mental el ordenarla, con mirada no cegada, en el reino de los fenómenos espirituales y corpóreos extendido armónicamente ante usted: es decir, porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no sólo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni un sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido.
Quisiera que me fuera dado comprimir en las últimas palabras de esta probablemente última carta que escribo a Francis Bacon, todo el amor y agradecimiento, toda la inmensa admiración que por el benefactor de mi espíritu, por el primer inglés de mi época, llevo en mi corazón y llevaré en el hasta que la muerte lo haga estallar. (*)
Anno Domini 1603, este 22 de agosto
Phi. Chandos
viernes, 10 de octubre de 2008
Solo
Un poema del cineasta Víctor Gaviria que anda por estos días empeñado en buscar a Sangrenegra y Desquite por estas tierras tolimenses.
No espantas
las moscas en la mesa
Pasas con cuidado las páginas
para no inquietarlas.
martes, 7 de octubre de 2008
Happy New Year
Si, sí, ya se. Pero hay veces que me pongo monotemático... como todos. Aquí les va otro de Cortazar
Mira, no pido mucho,
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fìn de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Asì la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo del mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.
Mira, no pido mucho,
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fìn de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Asì la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo del mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.
lunes, 6 de octubre de 2008
Bolero
Porque no todos los boleros tienen música, aquí les va esta lágrima de Cortazar
Qué vanidad imaginar
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.
Es cierto que es así:
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.
Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.
Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Y este fragmento:
La lenta máquina del desamor
los engranajes del reflujo
los cuerpos que abandonan las almohadas
las sábanas los besos
y de pie ante el espejo interrogándose
cada uno a sí mismo
ya no mirándose entre ellos
ya no desnudos para el otro
ya no te amo,
mi amor.
Qué vanidad imaginar
que puedo darte todo, el amor y la dicha,
itinerarios, música, juguetes.
Es cierto que es así:
todo lo mío te lo doy, es cierto,
pero todo lo mío no te basta
como a mí no me basta que me des
todo lo tuyo.
Por eso no seremos nunca
la pareja perfecta, la tarjeta postal,
si no somos capaces de aceptar
que sólo en la aritmética
el dos nace del uno más el uno.
Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Y este fragmento:
La lenta máquina del desamor
los engranajes del reflujo
los cuerpos que abandonan las almohadas
las sábanas los besos
y de pie ante el espejo interrogándose
cada uno a sí mismo
ya no mirándose entre ellos
ya no desnudos para el otro
ya no te amo,
mi amor.
miércoles, 1 de octubre de 2008
El país de la canela
Cuando William Ospina publicó Ursúa, la crítica literaria abrazó la novela como uno de los hechos editoriales de 2005. A finales de este mes, sale al mercado El país de la canela, el segundo libro de esa trilogía en la que está empeñada Ospina. Aquí les va un fragmento del capítulo 8, que sirva de abrebocas a lo que se viene.
Por fín llegó la hora de la partida. Los cien jinetes ansiosos y crueles que remontaron la sierra, los ciento cuarenta peones acorazados que caminábamos atrás, los millares de indios de las montañas que cargaban en fardos las sogas, las hachas, las palas, las demás herramientas y las armas, las dos mil llamas cargadas de granos y provisiones, y los dos mil cerdos argollados, forman todavía en la memoria una confusión imborrable. Pero sobre ese largo recuerdo persisten los perros, con sus carlancas de hierro en el cuello erizadas de púas para protegerlos de las otras bestias, los perros abriendo camino a las llamas cargadas que rumiaban atrás por la ruta, los perros siguiendo a la nube de cerdos que gruñían noche y día, los perros feroces abriendo los caminos de la montaña. Tú no sabes lo que era aquello, y yo no quisiera repetirlo nunca. Los perros furiosos, los perros hambrientos... el eco interminable de sus ladridos... sólo los aguaceros a veces lograban atenuar en los montes el estruendo infernal de los perros.
Por fín llegó la hora de la partida. Los cien jinetes ansiosos y crueles que remontaron la sierra, los ciento cuarenta peones acorazados que caminábamos atrás, los millares de indios de las montañas que cargaban en fardos las sogas, las hachas, las palas, las demás herramientas y las armas, las dos mil llamas cargadas de granos y provisiones, y los dos mil cerdos argollados, forman todavía en la memoria una confusión imborrable. Pero sobre ese largo recuerdo persisten los perros, con sus carlancas de hierro en el cuello erizadas de púas para protegerlos de las otras bestias, los perros abriendo camino a las llamas cargadas que rumiaban atrás por la ruta, los perros siguiendo a la nube de cerdos que gruñían noche y día, los perros feroces abriendo los caminos de la montaña. Tú no sabes lo que era aquello, y yo no quisiera repetirlo nunca. Los perros furiosos, los perros hambrientos... el eco interminable de sus ladridos... sólo los aguaceros a veces lograban atenuar en los montes el estruendo infernal de los perros.
lunes, 29 de septiembre de 2008
El Transeúnte
Para hoy, especialmente para hoy, este poema de Rogelio Echavarría
Todas las calles que conozco
son un largo monólogo mío
llenas de gentes como árboles
batidos por oscura batahola.
O si el sol florece en los balcones
y siembra su calor en el polvo movedizo
las gentes que hallo son simples piedras
que no sé por qué viven rodando.
Bajo sus ojos que me miran hostiles
como si yo fuera enemigo de todos
no puedo descubrir una conciencia libre
de criminal o de artista
pero sé que todos luchan solos
por lo que buscan todos juntos.
Son un largo gemido
todas las calles que conozco.
Todas las calles que conozco
son un largo monólogo mío
llenas de gentes como árboles
batidos por oscura batahola.
O si el sol florece en los balcones
y siembra su calor en el polvo movedizo
las gentes que hallo son simples piedras
que no sé por qué viven rodando.
Bajo sus ojos que me miran hostiles
como si yo fuera enemigo de todos
no puedo descubrir una conciencia libre
de criminal o de artista
pero sé que todos luchan solos
por lo que buscan todos juntos.
Son un largo gemido
todas las calles que conozco.
jueves, 25 de septiembre de 2008
Carta de amor
Ahora que en mi Ibagué de ocobos se celebra el festival de poesía, vuelvo a ella como un condenado penitente. Me gusta más la antipoesía, bueno, qué será eso... creo que sería más certero decir que me gusta más los poemas como suenan... es decir, creo que me gusta más la música... en fin, todo lo contrario. Aquí les va uno del Cronopio Mayor: Julio Cortazar
Todo lo que de vos quisiera
es tan poco en el fondo
porque en el fondo es todo
como un perro que pasa, una colina,
esas cosas de nada, cotidianas,
espiga y cabellera y dos terrones,
el olor de tu cuerpo,
lo que decís de cualquier cosa,
conmigo o contra mía,
todo eso que es tan poco
yo lo quiero de vos porque te quiero.
Que mires más allá de mí,
que me ames con violenta prescindencia
del mañana, que el grito
de tu entrega se estrelle
en la cara de un jefe de oficina,
y que el placer que juntos inventamos
sea otro signo de la libertad.
Todo lo que de vos quisiera
es tan poco en el fondo
porque en el fondo es todo
como un perro que pasa, una colina,
esas cosas de nada, cotidianas,
espiga y cabellera y dos terrones,
el olor de tu cuerpo,
lo que decís de cualquier cosa,
conmigo o contra mía,
todo eso que es tan poco
yo lo quiero de vos porque te quiero.
Que mires más allá de mí,
que me ames con violenta prescindencia
del mañana, que el grito
de tu entrega se estrelle
en la cara de un jefe de oficina,
y que el placer que juntos inventamos
sea otro signo de la libertad.
lunes, 22 de septiembre de 2008
Presentación
A veces uno quisiera tener la vida clara para presentarse como lo hace Gabo, pero claro, para llegar a este punto uno debe pasar muchos más que cien años sumidos en la puta soledad que regala la hoja en blanco. Texto tomado de Sara Facio, Alicia D' Amico, Retratos y autorretratos, Buenos Aires, Crisis, 1973, páginas. 65-66
"Yo, señor, me llamo Gabriel García Márquez. Lo siento: a mí tampoco me gusta ese nombre, porque es una sarta de lugares comunes que nunca he logrado identificar conmigo.
Nací en Aracataca, Colombia. Mi signo es Piscis y mi mujer es Mercedes. Esas son las dos cosas más importantes que me han ocurrido en la vida, porque gracias a ellas, al menos hasta ahora, he logrado sobrevivir escribiendo.
Soy escritor por timidez. Mi verdadera vocación es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco, que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. Ambas actividades, en todo caso, conducen a lo único que me ha interesado desde niño: que mis amigos me quieran más.
En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal, porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo; peleo a trompadas con cada palabra y casi siempre es ella quien sale ganando, pero soy tan testarudo que he logrado publicar cinco libros en veinte años. El sexto, que estoy escribiendo, va más despacio que los otros, porque entre los acreedores y una neuralgia me quedan muy pocas horas libres.
Nunca hablo de literatura, porque no sé lo que es, y además estoy convencido de que el mundo sería igual sin ella. En cambio, estoy convencido de que sería completamente distinto si no existiera la policía. Pienso, por tanto, que habría sido más útil a la humanidad si en vez de escritor fuera terrorista".
"Yo, señor, me llamo Gabriel García Márquez. Lo siento: a mí tampoco me gusta ese nombre, porque es una sarta de lugares comunes que nunca he logrado identificar conmigo.
Nací en Aracataca, Colombia. Mi signo es Piscis y mi mujer es Mercedes. Esas son las dos cosas más importantes que me han ocurrido en la vida, porque gracias a ellas, al menos hasta ahora, he logrado sobrevivir escribiendo.
Soy escritor por timidez. Mi verdadera vocación es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco, que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. Ambas actividades, en todo caso, conducen a lo único que me ha interesado desde niño: que mis amigos me quieran más.
En mi caso el ser escritor es un mérito descomunal, porque soy muy bruto para escribir. He tenido que someterme a una disciplina atroz para terminar media página en ocho horas de trabajo; peleo a trompadas con cada palabra y casi siempre es ella quien sale ganando, pero soy tan testarudo que he logrado publicar cinco libros en veinte años. El sexto, que estoy escribiendo, va más despacio que los otros, porque entre los acreedores y una neuralgia me quedan muy pocas horas libres.
Nunca hablo de literatura, porque no sé lo que es, y además estoy convencido de que el mundo sería igual sin ella. En cambio, estoy convencido de que sería completamente distinto si no existiera la policía. Pienso, por tanto, que habría sido más útil a la humanidad si en vez de escritor fuera terrorista".
viernes, 19 de septiembre de 2008
Otro de Darío
Que nadie toque este amor.
Que todos ignoren el sigilo de nuestro cielo nocturno
y el secreto sea el aire dichoso de nuestros plácidos suspiros.
Que ningún extraño contamine el sueño tuyo y mío:
cualquier visitante es un invasor en el tibio ámbito donde habitamos;
aquí el tiempo es agua fresca en movimiento, apenas sutil vuelo,
y todas las gentes viven muy lejos de nuestro jardín alucinado,
ajenas a nuestro paraíso secreto.
Que todos ignoren el sigilo de nuestro cielo nocturno
y el secreto sea el aire dichoso de nuestros plácidos suspiros.
Que ningún extraño contamine el sueño tuyo y mío:
cualquier visitante es un invasor en el tibio ámbito donde habitamos;
aquí el tiempo es agua fresca en movimiento, apenas sutil vuelo,
y todas las gentes viven muy lejos de nuestro jardín alucinado,
ajenas a nuestro paraíso secreto.
miércoles, 17 de septiembre de 2008
Disidencia
Un texto de Colombia Truque, en estos días ansiosos
Cómo el amor no se parece, ni de lejos, a la felicidad. Cómo ya terminaron los tiempos de las grandes aventuras y descubrimientos. Cómo leer se va pareciendo al placer de deshojar la margarita. Cómo escribir tiene poco sentido, y ninguno para algunos. Cómo entre ver cine y hacerlo es mejor todo lo contrario. Cómo en la rumba hay agujeritos por donde se cuela el hastío. Cómo caminar cansa en esta ciudad de basura y sorpresas crueles. Cómo dedicarse en esta vida a otra cosa que no sea la existencia es a todas luces imposible. Cómo imposible es elegir, diga lo que quiera Sartre. Cómo... y Cómo... y Cómo: Es la ansiedad, me dicen mis amigos.
Cómo el amor no se parece, ni de lejos, a la felicidad. Cómo ya terminaron los tiempos de las grandes aventuras y descubrimientos. Cómo leer se va pareciendo al placer de deshojar la margarita. Cómo escribir tiene poco sentido, y ninguno para algunos. Cómo entre ver cine y hacerlo es mejor todo lo contrario. Cómo en la rumba hay agujeritos por donde se cuela el hastío. Cómo caminar cansa en esta ciudad de basura y sorpresas crueles. Cómo dedicarse en esta vida a otra cosa que no sea la existencia es a todas luces imposible. Cómo imposible es elegir, diga lo que quiera Sartre. Cómo... y Cómo... y Cómo: Es la ansiedad, me dicen mis amigos.
miércoles, 10 de septiembre de 2008
Exilio
Como han visto, ando en la onda de la poesía... así que ahí les va uno de la Pizarnik. ¿quién no goza entre amapolas?
A Raúl Gustavo Aguirre
Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.
¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas,
aunque fuere con sonrisas?
Siniestro delirio amar a una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.
domingo, 7 de septiembre de 2008
Último brindis
Ahí les va este último brindis del gran Nicanor
Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.
En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos.
Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.
En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos.
Carta a una desconocida
Una carta para esa desconocida de Nicanor Parra
Cuando pasen los años, cuando pasen
los años y el aire haya cavado un foso
entre tu alma y la mía; cuando pasen los años
y yo sólo sea un hombre que amó,
un ser que se detuvo un instante frente a tus labios,
un pobre hombre cansado de andar por los jardines,
¿dónde estarás tú? ¡Dónde
estarás, oh hija de mis besos!
Cuando pasen los años, cuando pasen
los años y el aire haya cavado un foso
entre tu alma y la mía; cuando pasen los años
y yo sólo sea un hombre que amó,
un ser que se detuvo un instante frente a tus labios,
un pobre hombre cansado de andar por los jardines,
¿dónde estarás tú? ¡Dónde
estarás, oh hija de mis besos!
lunes, 1 de septiembre de 2008
Nietzsche
Hace poco, el tolimense William Ospina publicó un libro que recogía toda su poesía. Aquí les va uno.
Está muriendo un Dios en el centro de un ópalo del color del
crepúsculo.
Está muriendo una hoja de hierba en el pecho de Cristo.
Está muriendo una rosa en el aire estancado de la catedral de
Maguncia,
traspasada en el aire por una quemante aguja del sol.
Está muriendo una llanura donde retozan embriagados leopardos.
Está muriendo un ángel sobre un glaciar blanquísimo.
Está muriendo un barco lleno de ancianos en una colina del
cielo, en un aire cargado de delfines livianos y azules.
Está muriendo una cúpula bajo el asedio de las mariposas.
Está muriendo un lupanar lujoso y sonoro de besos enfermos.
Está muriendo mi corazón bajo los crueles halcones del olvido
de Lou.
Me estoy borrando en sus pupilas bellas y esperanzadas
como lienzos.
Está muriendo un pájaro en un bosque de nubes.
Está muriendo una lucha glacial bajo mis sábanas de seda.
Algo muy bello está borrándose por las bahías de mi infancia.
Algo muy triste calla en sus violines.
Está muriendo un Dios en el centro de un ópalo del color del
crepúsculo.
Está muriendo una hoja de hierba en el pecho de Cristo.
Está muriendo una rosa en el aire estancado de la catedral de
Maguncia,
traspasada en el aire por una quemante aguja del sol.
Está muriendo una llanura donde retozan embriagados leopardos.
Está muriendo un ángel sobre un glaciar blanquísimo.
Está muriendo un barco lleno de ancianos en una colina del
cielo, en un aire cargado de delfines livianos y azules.
Está muriendo una cúpula bajo el asedio de las mariposas.
Está muriendo un lupanar lujoso y sonoro de besos enfermos.
Está muriendo mi corazón bajo los crueles halcones del olvido
de Lou.
Me estoy borrando en sus pupilas bellas y esperanzadas
como lienzos.
Está muriendo un pájaro en un bosque de nubes.
Está muriendo una lucha glacial bajo mis sábanas de seda.
Algo muy bello está borrándose por las bahías de mi infancia.
Algo muy triste calla en sus violines.
martes, 26 de agosto de 2008
El cuervo
Y claro. Alguien tenía quejarse de la onda periodística en la que ando. Ahi les va un par de animalejos. El cuervo, de Poe, cedido por el Buitre, Hugo Andrei Buitrago. Les pongo la primera parte... quieren la segunda?
Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
"Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más."
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
"Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más."
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
"Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía."
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: "¿Leonora?"
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: "¡Leonora!"
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
"Ciertamente -me dije-, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio."
¡Es el viento, y nada más!
Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
"Es -dije musitando- un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más."
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
"Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más."
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
"Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía."
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: "¿Leonora?"
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: "¡Leonora!"
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
"Ciertamente -me dije-, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio."
¡Es el viento, y nada más!
José Félix Fuenmayor
Dirigir un diario es mucho más extenuante de lo que alguna vez pensé. El acelere de los cierres a veces no da espacio para la reflexión. Aquí les regalo una crónica de Álvaro Cepeda Zamudia sobre José Félix Fuenmayor, soñando con que alguna vez logre ser como el viejo director de El Liberal.
Frente a don José Félix siempre tuve la sensación de que era más joven que yo. Más joven que todos nosotros: que García Márquez, que Alejandro Obregón, que Germán Vargas, que Juanbecito Fernández, que Quique Scopell, y más joven que su propio hijo Alfonso Fuenmayor.
Al principio fastidiaba un poco el salir a las cuatro y media del Colegio Americano, bajar hasta la Calle San Blas, tirar los textos de literatura sobre una mesa del Café Colombia, ver llegar a don José Félix con su papelera negra y su sombrero blando y descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo, que era más liberal que yo, que sus ideas iban mucho más lejos que las mías y, sobre todo, que resultaba siempre más joven que yo.
Un día me regaló la colección de su periódico El Liberal, que dirigió en Barranquilla por el año 1900. Y lo que encontré allí ya no me sorprendió: El Liberal era, cincuenta años después, más moderno, más periodístico y más liberal que todo lo que se hacía en Colombia. Hoy he vuelto a hojear el tomo inmenso, gordo y marrón de la colección de El Liberal y sigo pensando lo mismo.
Don José Félix fue, antes que nada, un periodista. Un gran periodista. Y de allí salió el escritor, el gran escritor; de ser periodista, de la avidez constante por escarbar y descubrir lo que hay detrás del hecho diario, del constante contacto con esta cosa tan grandiosa y tonta que es el hombre viviendo su diaria vida; de ser periodista, totalmente periodista, le vino a don José Félix su gran capacidad de ser joven, que es lo mismo que entenderlo todo.
Una vez se lo dije: le espeté mi teoría sobre que para poder hacer algo bien, ya sea escribir un libro, plantar un árbol o tener un hijo, hay que ser primero un buen periodista. Se rió, con esa risa alegre y callada suya, y volviéndose no sé a quién, dijo: “Alvaro —porque nunca me quitó la tilde de la a— cree que yo soy periodista y no sabe que yo lo que soy es un viejo socarrón”.
Socarrón y periodista, digo yo.
1966.
Frente a don José Félix siempre tuve la sensación de que era más joven que yo. Más joven que todos nosotros: que García Márquez, que Alejandro Obregón, que Germán Vargas, que Juanbecito Fernández, que Quique Scopell, y más joven que su propio hijo Alfonso Fuenmayor.
Al principio fastidiaba un poco el salir a las cuatro y media del Colegio Americano, bajar hasta la Calle San Blas, tirar los textos de literatura sobre una mesa del Café Colombia, ver llegar a don José Félix con su papelera negra y su sombrero blando y descubrir, otra vez asombrado, otra vez desconcertado, que el viejo sabía más que yo, que era más liberal que yo, que sus ideas iban mucho más lejos que las mías y, sobre todo, que resultaba siempre más joven que yo.
Un día me regaló la colección de su periódico El Liberal, que dirigió en Barranquilla por el año 1900. Y lo que encontré allí ya no me sorprendió: El Liberal era, cincuenta años después, más moderno, más periodístico y más liberal que todo lo que se hacía en Colombia. Hoy he vuelto a hojear el tomo inmenso, gordo y marrón de la colección de El Liberal y sigo pensando lo mismo.
Don José Félix fue, antes que nada, un periodista. Un gran periodista. Y de allí salió el escritor, el gran escritor; de ser periodista, de la avidez constante por escarbar y descubrir lo que hay detrás del hecho diario, del constante contacto con esta cosa tan grandiosa y tonta que es el hombre viviendo su diaria vida; de ser periodista, totalmente periodista, le vino a don José Félix su gran capacidad de ser joven, que es lo mismo que entenderlo todo.
Una vez se lo dije: le espeté mi teoría sobre que para poder hacer algo bien, ya sea escribir un libro, plantar un árbol o tener un hijo, hay que ser primero un buen periodista. Se rió, con esa risa alegre y callada suya, y volviéndose no sé a quién, dijo: “Alvaro —porque nunca me quitó la tilde de la a— cree que yo soy periodista y no sabe que yo lo que soy es un viejo socarrón”.
Socarrón y periodista, digo yo.
1966.
domingo, 17 de agosto de 2008
Teresita, la descuartizada
No sé a quién le escuché que un reportero es aquel que cuando tiembla, se olvida de su familia y sale a la calle a ver qué pasó con los demás. Aquí les va una crónica de Felipe González Toledo que hizo historia en el periodismo colombiano.
El domingo 13 de noviembre de 1949, la historia de la página roja se partió en dos con el hallazgo de un cadáver descuartizado, cuyos pedazos emergieron de las sucias aguas del río Fucha, en el sector de La Fragita, al occidente de Bogotá. El cadáver, pulcramente diseccionado , pertenece a una rozagante y otoñal mujer. Sus uñas y manos se ven cuidadas con esmero. No aparece ropa interior, pero sus piernas están cubiertas con medias de nylon, aseguradas con una liga por encima de la rodilla.
El detective 631 y un ex detective famoso por su increíble olfato, Mario Plinio, se encargaron de la investigación. Su difícil tarea se estrella contra dos imponderables. La justicia no les proporciona a los sabuesos un vehículo para sus desplazamientos, por lo que deben realizar sus diligencias en bus, y a las 7 de la noche deben suspender el trabajo y recogerse en casa, pues el riguroso toque de queda, que por esta época de violencia política impera en Bogotá, no excluye a nadie, ni siquiera a los investigadores del crimen de Teresita la descuartizada.
El cadáver pertenece a María Teresa Buitrago de Lamarca. Dama cuarentona, propietaria de algunos bienes en Bogotá, entre otros un negocio de tienda y café, situado en la calle 59, entre Caracas y carrera 15, sitio que compartió con su esposo, el italiano, Angelo Lamarca, de 30 años, durante los últimos 8 meses.
Una semana antes del hallazgo del cadáver, el mismo italiano había denunciado a las autoridades la desaparición de su mujercita. Según su versión, el 31 de octubre Teresa salió a oír la santa misa y jamás regresó. A tiempo que los investigadores solicitaban la detención del italiano, la prensa los secundaba especulando con imaginativas hipótesis, que sólo surgen de la mente de un reportero en lo judicial o de un detective en lo criminal.
La más famosa de las indagatorias hechas al italiano duró 12 horas. Lamarca se mantuvo sereno e inconmovible y manejó con seguridad todos los requerimientos de información y las preguntas cruzadas.
No cayó en una sola contradicción. Sus coartadas parecían perfectas. La fatigante indagatoria terminó con una lapidaria frase de Lamarca: Si yo maté a mi mujer, que Dios me quite la vida .
Los chicos de la prensa y los detectives identificaron tres posibles motivos del asesinato: El primero se basaba en un antecedente ocurrido tres años atrás en el mismo cafetín. Vecinos del establecimiento de Teresa eran los miembros de la familia Ballesteros. Uno de ellos, Pedro, de 22 años, se convirtió en asiduo cliente, logró que le fiaran y nunca pagó. Teresa le cerró, no sólo el crédito, sino la puerta en las narices. El 21 de diciembre de 1946, regresó Pedro borracho a la tienda, insultó a los clientes, atacó a Teresa y ella, ni corta ni perezosa, le descerrajó un disparo en medio de las cejas. La muerte de Pedro enardeció a los vecinos, quienes juraron vengarse. Serían los Ballesteros agentes del asesinato? La segunda hipótesis vinculaba al ex amante de Teresita, Francisco Díaz. Este hombre no había podido desatar los hilos de la pasión que lo ligaron a la cuarentona durante ocho años. En alguna ocasión le escucharon la amenaza: Teresita, si usted se casa, la mato. Sería Pacho Díaz, acosado por los celos, el autor del crimen? La tercera y última reflexión de los investigadores vinculaba el asesinato a turbios negocios en los que Teresita estaría involucrada.
En la inspección ocular de su casa, dos libros que descansaban sobre la mesa de noche revelaban su personalidad. El secreto de los amantes y una edición barata de Las poesías de Gabriel D Annunzio.
Igualmente, fueron hallados la bata de baño de Angelo, con un irritante olor a cadaverina, y unos zapatos lavados minuciosamente en los que aún se observaban manchas de sangre. No hallaron inexplicablemente ningún cuchillo en la casa, y la estufa de carbón apareció impecablemente limpia.
En el vecindario aparecieron testigos claves. Ana del Carmen, sirvienta de una casa vecina (gracias a que en esos tiempos no había telenovelas), vio a Lamarca, vestido de gris, dos días después de la desaparición de Teresa, cuando sacaba tres maletas de la vivienda y las colocaba en la parte trasera de un vehículo azul oscuro. Otro hombre, vestido de negro, acompañaba al italiano. Esta misma versión fue corroborada por su patrona y por otros curiosos vecinos.
En sucesivas indagatorias, Angelo Lamarca continuó fresco, sereno y seguro, hasta cuando sucedieron dos sucesos extraordinarios.
Primero, en los archivos judiciales aparecieron sus antecedentes. Por la época del 9 de abril del 48, Angelo fue acusado por otra madura mujer, esta vez casada, de haberla enamorado para obligarla a vender su casa. Con los 14.000 pesos producto de la venta, el chulo italiano se voló para Barranquilla.
Y, finalmente, al mes y medio del crimen aparecieron las maletas, aguas abajo del sitio donde se encontró el cadáver. Sí, esas maletas eran de Teresa, se las prestó a un amigo para viajar a Venezuela .
El crimen de La otoñal mujer de mucho mundo, Teresita la descuartizada , estaba resuelto, gracias al detective 631 y al fino olfato de los cronistas judiciales. Lamarca no era tan angelo como aparentaba ser.
El domingo 13 de noviembre de 1949, la historia de la página roja se partió en dos con el hallazgo de un cadáver descuartizado, cuyos pedazos emergieron de las sucias aguas del río Fucha, en el sector de La Fragita, al occidente de Bogotá. El cadáver, pulcramente diseccionado , pertenece a una rozagante y otoñal mujer. Sus uñas y manos se ven cuidadas con esmero. No aparece ropa interior, pero sus piernas están cubiertas con medias de nylon, aseguradas con una liga por encima de la rodilla.
El detective 631 y un ex detective famoso por su increíble olfato, Mario Plinio, se encargaron de la investigación. Su difícil tarea se estrella contra dos imponderables. La justicia no les proporciona a los sabuesos un vehículo para sus desplazamientos, por lo que deben realizar sus diligencias en bus, y a las 7 de la noche deben suspender el trabajo y recogerse en casa, pues el riguroso toque de queda, que por esta época de violencia política impera en Bogotá, no excluye a nadie, ni siquiera a los investigadores del crimen de Teresita la descuartizada.
El cadáver pertenece a María Teresa Buitrago de Lamarca. Dama cuarentona, propietaria de algunos bienes en Bogotá, entre otros un negocio de tienda y café, situado en la calle 59, entre Caracas y carrera 15, sitio que compartió con su esposo, el italiano, Angelo Lamarca, de 30 años, durante los últimos 8 meses.
Una semana antes del hallazgo del cadáver, el mismo italiano había denunciado a las autoridades la desaparición de su mujercita. Según su versión, el 31 de octubre Teresa salió a oír la santa misa y jamás regresó. A tiempo que los investigadores solicitaban la detención del italiano, la prensa los secundaba especulando con imaginativas hipótesis, que sólo surgen de la mente de un reportero en lo judicial o de un detective en lo criminal.
La más famosa de las indagatorias hechas al italiano duró 12 horas. Lamarca se mantuvo sereno e inconmovible y manejó con seguridad todos los requerimientos de información y las preguntas cruzadas.
No cayó en una sola contradicción. Sus coartadas parecían perfectas. La fatigante indagatoria terminó con una lapidaria frase de Lamarca: Si yo maté a mi mujer, que Dios me quite la vida .
Los chicos de la prensa y los detectives identificaron tres posibles motivos del asesinato: El primero se basaba en un antecedente ocurrido tres años atrás en el mismo cafetín. Vecinos del establecimiento de Teresa eran los miembros de la familia Ballesteros. Uno de ellos, Pedro, de 22 años, se convirtió en asiduo cliente, logró que le fiaran y nunca pagó. Teresa le cerró, no sólo el crédito, sino la puerta en las narices. El 21 de diciembre de 1946, regresó Pedro borracho a la tienda, insultó a los clientes, atacó a Teresa y ella, ni corta ni perezosa, le descerrajó un disparo en medio de las cejas. La muerte de Pedro enardeció a los vecinos, quienes juraron vengarse. Serían los Ballesteros agentes del asesinato? La segunda hipótesis vinculaba al ex amante de Teresita, Francisco Díaz. Este hombre no había podido desatar los hilos de la pasión que lo ligaron a la cuarentona durante ocho años. En alguna ocasión le escucharon la amenaza: Teresita, si usted se casa, la mato. Sería Pacho Díaz, acosado por los celos, el autor del crimen? La tercera y última reflexión de los investigadores vinculaba el asesinato a turbios negocios en los que Teresita estaría involucrada.
En la inspección ocular de su casa, dos libros que descansaban sobre la mesa de noche revelaban su personalidad. El secreto de los amantes y una edición barata de Las poesías de Gabriel D Annunzio.
Igualmente, fueron hallados la bata de baño de Angelo, con un irritante olor a cadaverina, y unos zapatos lavados minuciosamente en los que aún se observaban manchas de sangre. No hallaron inexplicablemente ningún cuchillo en la casa, y la estufa de carbón apareció impecablemente limpia.
En el vecindario aparecieron testigos claves. Ana del Carmen, sirvienta de una casa vecina (gracias a que en esos tiempos no había telenovelas), vio a Lamarca, vestido de gris, dos días después de la desaparición de Teresa, cuando sacaba tres maletas de la vivienda y las colocaba en la parte trasera de un vehículo azul oscuro. Otro hombre, vestido de negro, acompañaba al italiano. Esta misma versión fue corroborada por su patrona y por otros curiosos vecinos.
En sucesivas indagatorias, Angelo Lamarca continuó fresco, sereno y seguro, hasta cuando sucedieron dos sucesos extraordinarios.
Primero, en los archivos judiciales aparecieron sus antecedentes. Por la época del 9 de abril del 48, Angelo fue acusado por otra madura mujer, esta vez casada, de haberla enamorado para obligarla a vender su casa. Con los 14.000 pesos producto de la venta, el chulo italiano se voló para Barranquilla.
Y, finalmente, al mes y medio del crimen aparecieron las maletas, aguas abajo del sitio donde se encontró el cadáver. Sí, esas maletas eran de Teresa, se las prestó a un amigo para viajar a Venezuela .
El crimen de La otoñal mujer de mucho mundo, Teresita la descuartizada , estaba resuelto, gracias al detective 631 y al fino olfato de los cronistas judiciales. Lamarca no era tan angelo como aparentaba ser.
miércoles, 13 de agosto de 2008
Botero contra el olvido
Ahora que transito por la onda periodística, comparto con ustedes una crónica de Germán Santamaría sobre Fernando Botero. Que tal?
En Roma y en esta luminosa tarde de verano, todos los caminos conducen hasta Botero. Tan cerca de las ruinas imperiales de la Vía del Foro Romano, frente al blanco y esperpéntico monumento al Rey Vittorio Emrnanuele, en la plaza Venezia, el viento agita los grandes pendones que anuncian la exposición de Fernando Botero en el Palazzo Venezia. Es una gigantesca construcción republicana, gris, de ventanas pequeñas, y sus salones sombríos tienen hasta 25 metros de altura y cien de profundidad. Desde el balcón que da a la plaza Venezia Benito Mussolini. declaró varias guerras. Al final de uno de estos gigantescos salones estaba el escritorio del Duce y cada visitante tenía que caminar esos cien metros bajo las gigantescas lámparas y altísimos techos recamados, de tal manera que, mirando siempre al frente la figura del dictador, llegaba hasta él extenuado, con el ego arrastrado.
Ahora el Palazzo es un museo y en este 16 de julio de un verano luminoso, 150 obras de Fernando Botero cuelgan, entre la penumbra, en siete salones de esta construcción monumental. Por primera vez un pintor vivo expone aquí y por primera vez un artista convoca a 250 periodistas que lo reciben con una tormenta de preguntas y luces cuando entra triunfal en el salón de la prensa. Es un recinto que da al gran patio interior, poblado de palmeras y jardines de rosas y nenúfares, por donde Mussolini deambulaba solitario tramando las locuras de sus sueños.
"El arte tiene el poder de vencer el olvido", sentencia Botero ante la jauría de periodistas, y con ello lo dice todo. Y su guerra contra el olvido, que él libra solitario en sus estudios de París, Montecarlo o Nueva York, son las obras que ahora se exhiben en los gigantescos salones y que perpetúan en el tiempo lo más elemental, poético y candoroso de la vida colombiana, o lo más cruel y despiadado de la condición humana universal. Lo precisa la revista Time que circula desde mediados de junio en todo el mundo y que en cuatro páginas sobre la vida y la obra de Botero presenta las dos obras clave de la exposición en Roma. Primero, El Club de Jardinería, en la que cinco rosadas damas antioqueñas se agrupan con sus instrumentos para embellecer la ciudad. El candor provinciano. Pero en la obra Abu Ghraib Número 34, un hombre de espaldas, desnudo, atado, vendado, sangrante, es el símbolo de la tortura, de la crueldad de la guerra, ahora en los términos modernos de la guerra de Irak.
Se empieza el recorrido por los siete salones que recogen la exposición "Botero los últimos 15 años" y se va tropezando con lo que el pintor antioqueño ha rescatado del olvido para eternizarlo en el tiempo. Una mujer antioqueña que retoza con sus hijos y un gato, aquí en Colombia, y un perro que devora a un prisionero, allá en Irak. Un cardenal, un obispo y varios seminaristas, en tres majestuosos óleos, o una masa de cuerpos desnudos y retorcidos, o un prisionero penetrado por un verdugo, o una mujer encapuchada y con los senos sangrantes, en tres desgarradores lienzos. Un torero, una bailarina o una monja, los tres tan colombianos, pero también un soldado que se orina sobre un prisionero, una víctima que cuelga como un Cristo torturado, y un verdugo y un prisionero que se miran más allá del dolor y el odio... Y así, de salón en salón, va discurriendo la más pastoril vida antioqueña y colombiana de antaño, con sus almacenes de telas y burdeles alegres, hasta la más despiadada metáfora del horror en la prisión de Abu Ghraib. Al final, esos cinco óleos que recogen todo lo cotidiano que sucede en una calle de un pueblo colombiano, pero también ese prisionero que implora piedad. Ciento setenta obras que en estos salones del Palazzo Ve nezia demuestran que Botero rescató del olvido y perpetuó para la eternidad desde la vida anónima en las calles colombianas hasta el horror de la barbarie moderna. Todo salvado del olvido...
Al anochecer, los ocho cientos invitados que asistieron a la apertura de la exposición, bajan a los jardines. El alcalde de Roma, galeristas y curadores y críticos, actores, hombres y mujeres de la televisión, algunos duques y condesas de la vieja Europa, muchachos y muchachas con la frescura de la belleza italiana, lo más granado del jet set romano -no propiamente el bogotano...- desfila primero por un bufete de entrada de cincuenta metros de extensión y después, bajo las palmeras y los jardines, toma asiento para una cena de once platos, servidos todos calientes por más de doscientos meseros, en una comida tan suntuosa que era como estar viviendo la película La dolce vita, de Federico Fellini, que inmortalizó la buena vida burguesa de la Roma de los años sesenta.
La cena terminó después de la media noche, y entonces algunos caminamos hasta la Fontana de Trevi, muy cerca del Palazzo Venezia, pero Anita Ekberg no se estaba bañando allí desnuda en la fuente que cae desde los ángeles, y antes del amanecer empezaron a vender los periódicos por esas callejuelas de la Ciudad Eterna, y en sus páginas anunciaban, a muchas columnas, que el evento cultural de Roma en este verano era la gran exposición sobre la obra en los últimos quince años del pintor colombiano Fernando Botero. El artista que derrotó al olvido.
En Roma y en esta luminosa tarde de verano, todos los caminos conducen hasta Botero. Tan cerca de las ruinas imperiales de la Vía del Foro Romano, frente al blanco y esperpéntico monumento al Rey Vittorio Emrnanuele, en la plaza Venezia, el viento agita los grandes pendones que anuncian la exposición de Fernando Botero en el Palazzo Venezia. Es una gigantesca construcción republicana, gris, de ventanas pequeñas, y sus salones sombríos tienen hasta 25 metros de altura y cien de profundidad. Desde el balcón que da a la plaza Venezia Benito Mussolini. declaró varias guerras. Al final de uno de estos gigantescos salones estaba el escritorio del Duce y cada visitante tenía que caminar esos cien metros bajo las gigantescas lámparas y altísimos techos recamados, de tal manera que, mirando siempre al frente la figura del dictador, llegaba hasta él extenuado, con el ego arrastrado.
Ahora el Palazzo es un museo y en este 16 de julio de un verano luminoso, 150 obras de Fernando Botero cuelgan, entre la penumbra, en siete salones de esta construcción monumental. Por primera vez un pintor vivo expone aquí y por primera vez un artista convoca a 250 periodistas que lo reciben con una tormenta de preguntas y luces cuando entra triunfal en el salón de la prensa. Es un recinto que da al gran patio interior, poblado de palmeras y jardines de rosas y nenúfares, por donde Mussolini deambulaba solitario tramando las locuras de sus sueños.
"El arte tiene el poder de vencer el olvido", sentencia Botero ante la jauría de periodistas, y con ello lo dice todo. Y su guerra contra el olvido, que él libra solitario en sus estudios de París, Montecarlo o Nueva York, son las obras que ahora se exhiben en los gigantescos salones y que perpetúan en el tiempo lo más elemental, poético y candoroso de la vida colombiana, o lo más cruel y despiadado de la condición humana universal. Lo precisa la revista Time que circula desde mediados de junio en todo el mundo y que en cuatro páginas sobre la vida y la obra de Botero presenta las dos obras clave de la exposición en Roma. Primero, El Club de Jardinería, en la que cinco rosadas damas antioqueñas se agrupan con sus instrumentos para embellecer la ciudad. El candor provinciano. Pero en la obra Abu Ghraib Número 34, un hombre de espaldas, desnudo, atado, vendado, sangrante, es el símbolo de la tortura, de la crueldad de la guerra, ahora en los términos modernos de la guerra de Irak.
Se empieza el recorrido por los siete salones que recogen la exposición "Botero los últimos 15 años" y se va tropezando con lo que el pintor antioqueño ha rescatado del olvido para eternizarlo en el tiempo. Una mujer antioqueña que retoza con sus hijos y un gato, aquí en Colombia, y un perro que devora a un prisionero, allá en Irak. Un cardenal, un obispo y varios seminaristas, en tres majestuosos óleos, o una masa de cuerpos desnudos y retorcidos, o un prisionero penetrado por un verdugo, o una mujer encapuchada y con los senos sangrantes, en tres desgarradores lienzos. Un torero, una bailarina o una monja, los tres tan colombianos, pero también un soldado que se orina sobre un prisionero, una víctima que cuelga como un Cristo torturado, y un verdugo y un prisionero que se miran más allá del dolor y el odio... Y así, de salón en salón, va discurriendo la más pastoril vida antioqueña y colombiana de antaño, con sus almacenes de telas y burdeles alegres, hasta la más despiadada metáfora del horror en la prisión de Abu Ghraib. Al final, esos cinco óleos que recogen todo lo cotidiano que sucede en una calle de un pueblo colombiano, pero también ese prisionero que implora piedad. Ciento setenta obras que en estos salones del Palazzo Ve nezia demuestran que Botero rescató del olvido y perpetuó para la eternidad desde la vida anónima en las calles colombianas hasta el horror de la barbarie moderna. Todo salvado del olvido...
Al anochecer, los ocho cientos invitados que asistieron a la apertura de la exposición, bajan a los jardines. El alcalde de Roma, galeristas y curadores y críticos, actores, hombres y mujeres de la televisión, algunos duques y condesas de la vieja Europa, muchachos y muchachas con la frescura de la belleza italiana, lo más granado del jet set romano -no propiamente el bogotano...- desfila primero por un bufete de entrada de cincuenta metros de extensión y después, bajo las palmeras y los jardines, toma asiento para una cena de once platos, servidos todos calientes por más de doscientos meseros, en una comida tan suntuosa que era como estar viviendo la película La dolce vita, de Federico Fellini, que inmortalizó la buena vida burguesa de la Roma de los años sesenta.
La cena terminó después de la media noche, y entonces algunos caminamos hasta la Fontana de Trevi, muy cerca del Palazzo Venezia, pero Anita Ekberg no se estaba bañando allí desnuda en la fuente que cae desde los ángeles, y antes del amanecer empezaron a vender los periódicos por esas callejuelas de la Ciudad Eterna, y en sus páginas anunciaban, a muchas columnas, que el evento cultural de Roma en este verano era la gran exposición sobre la obra en los últimos quince años del pintor colombiano Fernando Botero. El artista que derrotó al olvido.
viernes, 8 de agosto de 2008
Martín Caparrós
Hoy, que luego de varios años vuelvo al periodismo duro, dirigiendo Tolima 7 días de la Casa Editorial El Tiempo, inicio una serie de reflexiones sobre el oficio más bello del mundo y una serie de encuentros con periodistas latinoamericanos que vale la pena conocer. Hoy inicio con el argentino Martín Caparrós.
Si hay alguien en la Argentina que en los últimos años ha encontrado nuevas vertientes para hacer periodismo es Martín Caparrós, quien sobre todas las cosas pudo adaptar el periodismo a lo que le gusta. Da la sensación de que dijo “Cortázar tenía razón”, que el traje se adapte al cuerpo y no al revés. Al revés parecería ser precisamente el periodismo, una suma de estructuras y esquemas fomentados desde la práctica misma pero también desde la academia más insegura que aplica recetas y deja lugar a todo menos a la libertad para informar, para informarse y para contar. Caparrós es muy duro en su critica de la formación de los periodistas aunque sus señalamientos parecen bastantes atinados y referentes: los estudiantes de periodismo terminan siendo críticos de los medios y no periodistas. Algo muy similar dice Alejandro Rozitchner de la carrera de Letras, muchos críticos y pocos, casi ninguno deviene escritor.
La critica de la formación de los periodistas ya la señalaba Rodolfo Walsh y Caparrós lo cita: de ninguna manera tomaría para trabajar a un egresado de una escuela de periodismo que le vaya a pedir trabajo, porque un periodista puede ser cualquier cosa: un perverso, un delincuente, un turro...pero nunca un boludo. Un tipo que estudia cuatro años periodismo, es un boludo atómico.
Pero Martín Caparrós dice cosas mucho más interesantes que esas, probablemente producto de su desarrollada sensibilidad para el análisis político y cultural. Caparrós sabe mirar y esa cualidad para cualquiera resulta muy útil pero para un periodista lo es todo. Esa capacidad de ver puede desarrollarse y como señala Caparrós está muy relacionada con la formación de la persona, con sus experiencias de vida en el sentido más amplio de la expresión. Cuando cuanta por qué dejo de militar en los setenta y se fue al exterior revela mucho más que el natural peligro que corría. Él hace hizo un diagnostico del proceso que estaba experimentando en cuanto a su militancia, advirtió el transformación militar paulatina de un proyecto político que en un principio lo había llevado a activar desde la resistencia.
Ese tipo de conciencia y capacidad de análisis está íntimamente relacionado con cómo trabaja y desarrolla sus crónicas. Caparrós se detiene en el detalle inadvertido por evidente, rasca un poco y encuentra exquisiteces. Sus libros, sus columnas, sus crónicas escritas y también las audiovisuales evidencian algo así como un Método Periodístico que tiene de todo: sentido común, periodismo tradicional, capricho, proyección, profundo conocimiento de los procesos históricos y políticos, amor a la literatura y un gran sentido de la justicia social.
Caparrós sabe cómo contar sus historias a su manera. De hecho esa característica, el cómo nos cuenta, es notable hasta en su forma de hablar, no solo en sus libros.
En estos últimos tiempos, después de la resistencia y del exilio, de la universidad, los viajes y los incontables trabajos, Caparrós se agenció de una camarita digital, de una computadora y comenzó a experimentar con el lenguaje audiovisual. Cuando el programa de Jorge Lanata estaba en el aire, frecuentemente podíamos ver algunas de esas maravillosas crónicas, porque claro, además son eso, crónicas un genero tan estructurado y monótono aunque estrictamente eficaz al que supo darle unas vuelas te tuerca y convertirlo en un genero noble y hasta entretenido.
Caparrós tomó de lo audiovisual, digámoslo así, la mejor parte. Utiliza el lenguaje y las facilidades de la tecnología, y se ahorró los problemas que supone ese terreno: los canales de TV, la industria cinematográfica, la editorial y las distribuidoras. Juntó unos pesos y adquirió la compu y la cámara y así nomás directo al campo.
Hay mucho para tomar de Martín Caparrós, la idea de funcionalidad y de pragmaticidad, su lucidez política, su memoria, sus panfletos y sobre todo la apropiación sin pedir permiso que hizo del periodismo. Eso es muy destacable en tiempos de los megamedios, donde muchos sueñan con ser redactores de Clarín o de fundar un Página/12 –ah sí, también los hay a quienes les gustaría heredar un diario.
Caparrós ejerció sin vueltas una apropiación del periodismo pero también de la tecnología y eso esa es una lección que no podemos darnos el lujo de desechar. La idea de autonomía, de relato propio, de herramientas y soportes personales, de agenda personal, de que cada uno es un medio, revisando así la concepción tradicional de periodismo y proponiendo practicas más posibles y menos condicionadas, una versión antecedente a la movida actual europea Tactical Media que tiene a los weblogs como protagonistas y a la que próximamente nos referiremos.
Así armó su propio mundo que, no es poco, le permite ganarse la vida, haciendo lo que le gusta o algo todavía mucho más difícil, siendo periodista.
Si hay alguien en la Argentina que en los últimos años ha encontrado nuevas vertientes para hacer periodismo es Martín Caparrós, quien sobre todas las cosas pudo adaptar el periodismo a lo que le gusta. Da la sensación de que dijo “Cortázar tenía razón”, que el traje se adapte al cuerpo y no al revés. Al revés parecería ser precisamente el periodismo, una suma de estructuras y esquemas fomentados desde la práctica misma pero también desde la academia más insegura que aplica recetas y deja lugar a todo menos a la libertad para informar, para informarse y para contar. Caparrós es muy duro en su critica de la formación de los periodistas aunque sus señalamientos parecen bastantes atinados y referentes: los estudiantes de periodismo terminan siendo críticos de los medios y no periodistas. Algo muy similar dice Alejandro Rozitchner de la carrera de Letras, muchos críticos y pocos, casi ninguno deviene escritor.
La critica de la formación de los periodistas ya la señalaba Rodolfo Walsh y Caparrós lo cita: de ninguna manera tomaría para trabajar a un egresado de una escuela de periodismo que le vaya a pedir trabajo, porque un periodista puede ser cualquier cosa: un perverso, un delincuente, un turro...pero nunca un boludo. Un tipo que estudia cuatro años periodismo, es un boludo atómico.
Pero Martín Caparrós dice cosas mucho más interesantes que esas, probablemente producto de su desarrollada sensibilidad para el análisis político y cultural. Caparrós sabe mirar y esa cualidad para cualquiera resulta muy útil pero para un periodista lo es todo. Esa capacidad de ver puede desarrollarse y como señala Caparrós está muy relacionada con la formación de la persona, con sus experiencias de vida en el sentido más amplio de la expresión. Cuando cuanta por qué dejo de militar en los setenta y se fue al exterior revela mucho más que el natural peligro que corría. Él hace hizo un diagnostico del proceso que estaba experimentando en cuanto a su militancia, advirtió el transformación militar paulatina de un proyecto político que en un principio lo había llevado a activar desde la resistencia.
Ese tipo de conciencia y capacidad de análisis está íntimamente relacionado con cómo trabaja y desarrolla sus crónicas. Caparrós se detiene en el detalle inadvertido por evidente, rasca un poco y encuentra exquisiteces. Sus libros, sus columnas, sus crónicas escritas y también las audiovisuales evidencian algo así como un Método Periodístico que tiene de todo: sentido común, periodismo tradicional, capricho, proyección, profundo conocimiento de los procesos históricos y políticos, amor a la literatura y un gran sentido de la justicia social.
Caparrós sabe cómo contar sus historias a su manera. De hecho esa característica, el cómo nos cuenta, es notable hasta en su forma de hablar, no solo en sus libros.
En estos últimos tiempos, después de la resistencia y del exilio, de la universidad, los viajes y los incontables trabajos, Caparrós se agenció de una camarita digital, de una computadora y comenzó a experimentar con el lenguaje audiovisual. Cuando el programa de Jorge Lanata estaba en el aire, frecuentemente podíamos ver algunas de esas maravillosas crónicas, porque claro, además son eso, crónicas un genero tan estructurado y monótono aunque estrictamente eficaz al que supo darle unas vuelas te tuerca y convertirlo en un genero noble y hasta entretenido.
Caparrós tomó de lo audiovisual, digámoslo así, la mejor parte. Utiliza el lenguaje y las facilidades de la tecnología, y se ahorró los problemas que supone ese terreno: los canales de TV, la industria cinematográfica, la editorial y las distribuidoras. Juntó unos pesos y adquirió la compu y la cámara y así nomás directo al campo.
Hay mucho para tomar de Martín Caparrós, la idea de funcionalidad y de pragmaticidad, su lucidez política, su memoria, sus panfletos y sobre todo la apropiación sin pedir permiso que hizo del periodismo. Eso es muy destacable en tiempos de los megamedios, donde muchos sueñan con ser redactores de Clarín o de fundar un Página/12 –ah sí, también los hay a quienes les gustaría heredar un diario.
Caparrós ejerció sin vueltas una apropiación del periodismo pero también de la tecnología y eso esa es una lección que no podemos darnos el lujo de desechar. La idea de autonomía, de relato propio, de herramientas y soportes personales, de agenda personal, de que cada uno es un medio, revisando así la concepción tradicional de periodismo y proponiendo practicas más posibles y menos condicionadas, una versión antecedente a la movida actual europea Tactical Media que tiene a los weblogs como protagonistas y a la que próximamente nos referiremos.
Así armó su propio mundo que, no es poco, le permite ganarse la vida, haciendo lo que le gusta o algo todavía mucho más difícil, siendo periodista.
lunes, 4 de agosto de 2008
El oficio de autor
Qué bello texto este de Rabindranath Tagore que me envía hoy Hugo Andrei Buitrago. Sí, el buitre.
Me dices que papá escribe muchos libros, pero no entiendo nada de lo que escribe.
Se pasó toda la noche leyendo para ti, ¿pero has podido descubrir realmente el significado de todo aquello? ¡Tú sí, madre; tú sí que sabes contar bonitas historias! No entiendo por qué papá no puede escribir cuentos como los tuyos.
¿Es que su madre nunca le contó historias de gigantes, hadas y princesas? ¿O tal vez las ha olvidado?
A menudo se retrasa para ir a su baño, y tienes que llamarlo cien veces.
Tú lo esperas, le conservas los platos calientes, pero él sigue escribiendo y lo olvida todo.
Papá sólo sabe jugar a escribir libros.
Si alguna vez me voy a jugar en el cuarto de papá, vienes en seguida a buscarme y dices que soy malo.
Si hago un poco de ruido, me riñes: ‘¿No ves que papá está trabajando?’ ¿Por qué le gustará tanto escribir, escribir siempre?
Cuando cojo la pluma o el lápiz de papá y escribo en su cuaderno a b c d e f g h i exactamente como él, ¿por qué te enfadas conmigo, madre? Pero nunca protestas cuando es papá quien escribe.
Ni te importa que papá malgaste tanto papel.
Pero si yo cojo una sola hoja para hacerme un barco, me gritas en seguida: ‘¡Hijo mío, qué pesado eres!’ ¿Por qué no riñes a papá, que estropea hojas y más hojas, llenándolas de letras negras por los dos lados?
Me dices que papá escribe muchos libros, pero no entiendo nada de lo que escribe.
Se pasó toda la noche leyendo para ti, ¿pero has podido descubrir realmente el significado de todo aquello? ¡Tú sí, madre; tú sí que sabes contar bonitas historias! No entiendo por qué papá no puede escribir cuentos como los tuyos.
¿Es que su madre nunca le contó historias de gigantes, hadas y princesas? ¿O tal vez las ha olvidado?
A menudo se retrasa para ir a su baño, y tienes que llamarlo cien veces.
Tú lo esperas, le conservas los platos calientes, pero él sigue escribiendo y lo olvida todo.
Papá sólo sabe jugar a escribir libros.
Si alguna vez me voy a jugar en el cuarto de papá, vienes en seguida a buscarme y dices que soy malo.
Si hago un poco de ruido, me riñes: ‘¿No ves que papá está trabajando?’ ¿Por qué le gustará tanto escribir, escribir siempre?
Cuando cojo la pluma o el lápiz de papá y escribo en su cuaderno a b c d e f g h i exactamente como él, ¿por qué te enfadas conmigo, madre? Pero nunca protestas cuando es papá quien escribe.
Ni te importa que papá malgaste tanto papel.
Pero si yo cojo una sola hoja para hacerme un barco, me gritas en seguida: ‘¡Hijo mío, qué pesado eres!’ ¿Por qué no riñes a papá, que estropea hojas y más hojas, llenándolas de letras negras por los dos lados?
jueves, 31 de julio de 2008
La migala
Un texto completo del gran Juan José Arreola
La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
lunes, 28 de julio de 2008
Una ventana al mundo
Darío Ortíz es uno de los pintores colombinos con mayor proyección, y luego de su magnífica exposición en Ibagué, nos regala a Botero. Para él, este texto que publiqué hace unas semanas.
Darío Ortiz es pintor. Quizá esto baste para definirlo pero no es así. Es cierto que sus manos viajan por el lienzo con maestría y que el color y el tiempo parecieran doblegarse a su voluntad. También es cierto que es el colombiano joven con mayor proyección en el mercado internacional y que sus obras descansan en las más importantes colecciones públicas y privadas del continente. Que es tolimense, ibaguereño para mayor precisión, y que ha expuesto en museos y galerías de Europa y América. Pero nada de esto puede definirlo de manera completa.
Darío Ortiz es un obsesionado por la historia. Es, quizá uno de los mayores conocedores del arte colombiano desde sus inicios. Ha investigado, reunido y catalogado a los más importantes artistas plásticos del país. Con pericia de marinero, navega en las aguas del renacimiento, se ha enfrentado a las tormentas del arte pop, ha enfrentado las olas del abstraccionismo y hasta ha bordeado el arte conceptual de los noventa. Conoce como nadie las aristas del arte contemporáneo pero desde la trinchera de su taller de Bogotá o de Nueva York, ondea la bandera de la narración contemporánea como única manera de enfrentar su universo creativo.
Darío Ortiz no solo pinta. Estudia, escribe, analiza cada obra con una mirada certera. No hay dato que se escape a su ojo entrenado que ve cada matiz del color, cada pincelada escondida. Sus artículos sobre arte dan muestra de una pasión no solo por el hecho creativo sino por todo lo que rodea la creación.
Hijo del político e historiador tolimense Darío Ortiz Vidales, este pintor colombiano también ha sentido la pasión por la política. Pero no la política como un hecho proselitista sino como un ejercicio académico y filosófico a través del cual plantea nuevos caminos en los que la cultura se muestra como la mejor vía para alcanzar estadios de paz en el país.
Pero Ortiz no se conforma únicamente con la disertación. La terquedad que lo caracteriza lo impulsa con la misma fuerza que sus sueños. Sólo así pudo lograr que una ciudad como Ibagué tuviera el museo de arte de provincia más importante del país. El Museo de Arte del Tolima tiene en él no sólo su fundador. Él mismo consiguió los dineros para la construcción y luego donó su importante colección privada de arte colombiano. Y ante la pasividad de los gobiernos municipales y departamentales, de su propio bolsillo ha sacado dinero para las exposiciones y para el pago de los que trabajan allí. Es que la palabra fracaso no existe en su vocabulario.
Darío Ortiz ha vivido en Europa. Los fantasmas de Florencia y Milán aún se pasean por su taller. Es quizá, la influencia de los pintores renacentistas la que más ha marcado su vida. No su obra. A la manera de estos artistas que engalanaron la mitad del pasado milenio, este tolimense busca una obra total. Una obra que parta de la pintura pero que se pasee por la filosofía y la historia, por la política y la ciencia. Quizá sea más certero decir que Ortiz es un humanista. Sí. Darío Ortiz es un humanista, un político, un filántropo y un hacedor de cultura y de sueños. Pero todo esto no define a Ortiz. Porque también es un pintor. Un extraordinario pintor. Y hoy, cuando su obra vuelve a Ibagué después de tantos años, los ibaguereños sentiremos la emoción de asomarnos a su taller, que no es otra cosa que una ventana al mundo.
Darío Ortiz es pintor. Quizá esto baste para definirlo pero no es así. Es cierto que sus manos viajan por el lienzo con maestría y que el color y el tiempo parecieran doblegarse a su voluntad. También es cierto que es el colombiano joven con mayor proyección en el mercado internacional y que sus obras descansan en las más importantes colecciones públicas y privadas del continente. Que es tolimense, ibaguereño para mayor precisión, y que ha expuesto en museos y galerías de Europa y América. Pero nada de esto puede definirlo de manera completa.
Darío Ortiz es un obsesionado por la historia. Es, quizá uno de los mayores conocedores del arte colombiano desde sus inicios. Ha investigado, reunido y catalogado a los más importantes artistas plásticos del país. Con pericia de marinero, navega en las aguas del renacimiento, se ha enfrentado a las tormentas del arte pop, ha enfrentado las olas del abstraccionismo y hasta ha bordeado el arte conceptual de los noventa. Conoce como nadie las aristas del arte contemporáneo pero desde la trinchera de su taller de Bogotá o de Nueva York, ondea la bandera de la narración contemporánea como única manera de enfrentar su universo creativo.
Darío Ortiz no solo pinta. Estudia, escribe, analiza cada obra con una mirada certera. No hay dato que se escape a su ojo entrenado que ve cada matiz del color, cada pincelada escondida. Sus artículos sobre arte dan muestra de una pasión no solo por el hecho creativo sino por todo lo que rodea la creación.
Hijo del político e historiador tolimense Darío Ortiz Vidales, este pintor colombiano también ha sentido la pasión por la política. Pero no la política como un hecho proselitista sino como un ejercicio académico y filosófico a través del cual plantea nuevos caminos en los que la cultura se muestra como la mejor vía para alcanzar estadios de paz en el país.
Pero Ortiz no se conforma únicamente con la disertación. La terquedad que lo caracteriza lo impulsa con la misma fuerza que sus sueños. Sólo así pudo lograr que una ciudad como Ibagué tuviera el museo de arte de provincia más importante del país. El Museo de Arte del Tolima tiene en él no sólo su fundador. Él mismo consiguió los dineros para la construcción y luego donó su importante colección privada de arte colombiano. Y ante la pasividad de los gobiernos municipales y departamentales, de su propio bolsillo ha sacado dinero para las exposiciones y para el pago de los que trabajan allí. Es que la palabra fracaso no existe en su vocabulario.
Darío Ortiz ha vivido en Europa. Los fantasmas de Florencia y Milán aún se pasean por su taller. Es quizá, la influencia de los pintores renacentistas la que más ha marcado su vida. No su obra. A la manera de estos artistas que engalanaron la mitad del pasado milenio, este tolimense busca una obra total. Una obra que parta de la pintura pero que se pasee por la filosofía y la historia, por la política y la ciencia. Quizá sea más certero decir que Ortiz es un humanista. Sí. Darío Ortiz es un humanista, un político, un filántropo y un hacedor de cultura y de sueños. Pero todo esto no define a Ortiz. Porque también es un pintor. Un extraordinario pintor. Y hoy, cuando su obra vuelve a Ibagué después de tantos años, los ibaguereños sentiremos la emoción de asomarnos a su taller, que no es otra cosa que una ventana al mundo.
jueves, 24 de julio de 2008
Nicanor Parra
Los antibenedetianos protestaron, entonces quise hacer una encuesta. Los benedetianos protestaron por las protestas de los antibenedetianos. Así que ahí les va mas poesía. Esta vez... antipoesía. Vamos a ver cuántos nicanorianos y antinianorianos encuentro en el camino con este par de poemas llenos de humor y muerte.
PARA QUE VEAS QUE NO TE GUARDO RENCOR
Te regalo la luna
seriamente -no creas que me estoy burlando de ti:
te la regalo con todo cariño
¡nada de puñaladas por la espalda!
tú misma puedes pasar a buscarla
tu tío que te quiere
tu mariposa de varios colores
directamente desde el Santo Sepulcro.
HASTA LUEGO
Ha llegado la hora de retirarse
Estoy agradecido de todos
Tanto de los amigos complacientes
Como de los enemigos frenéticos
¡Inolvidables personajes sagrados!
Miserable de mí
Si no hubiera logrado granjearme
La antipatía casi general:
¡Salve perros felices
Que salieron a ladrarme al camino!
Me despido de ustedes
Con la mayor alegría del mundo.
Gracias, de nuevo, gracias
Reconozco que se me caen las lágrimas
Volveremos a vernos
En el mar, en la tierra donde sea.
Pórtense bien, escriban
Sigan haciendo pan
Continúen tejiendo telarañas
Les deseo toda clase de parabienes:
Entre los cucuruchos
De esos árboles que llamamos cipreses
Los espero con dientes y muelas.
martes, 22 de julio de 2008
El rey enamorado
Reyes y plebeyas, sexo y poder. La literatura se ha ocupado hasta el cansancio de estos temas. También el teatro y la música y la pintura. El ser humano todo ha bebido de esta fuente. Perooo, que digo. Tanta cháchara, como decimos en mi pueblo. Una pausa de humor en este blog, a veces tan serio. Señoras y señores, con ustedes, Les Luthiers.
lunes, 21 de julio de 2008
Viceversa
Es cierto que a Benedetti hay que leerlo en la primera juventud. Después de los 35, les he oido decir a muchos que es básico, panfletario, elemental. Sin embargo, a mí me siguen gustando sus clásicos, esos con los que todos enamoramos en algún momento de nuestra vida.
Tengo miedo de verte
necesidad de verte
esperanza de verte
desazones de verte
tengo ganas de hallarte
preocupación de hallarte
certidumbre de hallarte
pobres dudas de hallarte
tengo urgencia de oírte
alegría de oírte
buena suerte de oírte
y temores de oírte
o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa.
Tengo miedo de verte
necesidad de verte
esperanza de verte
desazones de verte
tengo ganas de hallarte
preocupación de hallarte
certidumbre de hallarte
pobres dudas de hallarte
tengo urgencia de oírte
alegría de oírte
buena suerte de oírte
y temores de oírte
o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa.
jueves, 17 de julio de 2008
Adolfo Bioy Casares
Bioy Casares fue el gran amigo de Borges, incluso escribieron a cuatro manos, o a dos, no se. Encontre en Ciudad Seva algunos extractos de sus entrevistas sobre el oficio de escribir. Aquí les va.
Henry James se preguntó por qué escribía Flaubert si le dolía tanto... La crítica es aparentemente justa (sólo aparentemente, pero de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones que tengo al hablar se me corren a la pluma. Las venzo. El placer de inventar es grande; también el de lograr una página satisfactoria. Mis relativos aciertos me bastan para decir que me gusta esta profesión, que me gusta inventar, que me gusta haber inventado historias y tener otras para escribir.
Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla intensamente.
Además, escribir es un intento de pensar con precisión. Debo admitir sin embargo que de vez en cuando se presentan situaciones en que tenemos que elegir dos caminos; quizá, por extraño que parezca, entre el amor (léase matrimonio, vida familiar) y seguir escribiendo. Es probable que esa mala fama de la literatura, que la muestra como negación de la vida, se deba al clamor de personas abandonadas.
Pero la literatura no es una imposición, es un placer. Escribí un libro de ensayos al que llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre literatura, sobre libros. Una aventura es la vida, la otra -al menos para mí - son los libros.
Hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador -boxeador me gustaba más, porque me parecía más contundente- o campeón mundial de tenis o de salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibirnos y que todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba "Vanidad". Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y a leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a mis amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la razón, pero creía en mi próximo libro.
Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía mi incapacidad de escribir libros aceptables como una derrota de mi inteligencia. La verdad es que producía algo que a nadie gustaba. A mí tampoco. Me gustaba mientras escribía; después, no. Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de su mundo. Probablemente pensaba que no bastaba con ser lector para entrar en la literatura. Muchas veces me dije que, de haber sido una persona un poco más sensible, yo hubiera dejado de escribir, porque escribía un libro y todos mis amigos -y después Jorge Luis Borges- me miraban con cara de tristeza y de preocupación, como pensando: "¿Qué le digo yo a éste?" Pero quizás aprendí a escribir gracias a esos errores.
No sé, no podría decir cuál fue mi primer intento literario, pero sé que cuando mi prima no me quiso me puse a escribir para exaltar mi dolor.
Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.
Leía buscando la literatura, y escribía buscando la literatura cuando concluía mis cuentos, por un tiempo creía haber hecho literatura, creía haber acertado. Después, cuando publicaba el libro y mis amigos lo leían, llegaba el desencanto, si antes yo solo no lo habla encontrado... Con La invención de Morel, una historia que no quería malograr, llegó la gran oportunidad de ponerme a prueba. Recordé el consejo de mi padre de pensar en lo que uno está haciendo, y procuré escribir con la atención bien despierta. Antes de la publicación del libro aparecieron capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones de algunos lectores fueron las primeras buenas noticias sobre escritos míos que recibí en la vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero aún no me sentía seguro. Me preguntaba si los hombres sabios no descubrirían errores y torpezas en la novela. Con el tiempo, en un cuento que se llama "El ídolo", se me soltó la mano.
Pienso que escribir es una profesión aunque el prójimo no lo crea. Para mí fue siempre una profesión. Es, además, lo que he estado haciendo a lo largo de la vida.
Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una oportunidad "Sólo un badulaque escribe por placer". Él escribía por necesidad, por dinero, y lo hacía admirablemente.
En principio no veo nada objetable en que un editor encargue una biografía para su colección de biografías o una novela para su colección de novelas. Hay buenos escritores indolentes que sin la compulsión del encargo dejarían muy poca obra. Quizá Johnson fuera uno de ellos. No voy a negar que a veces el pedido de escribir por encargo irrita al escritor. Por ejemplo, cuando le llega a uno estando desbordado por el trabajo; o cuando le piden algo ajeno a sus gustos o preocupaciones, como que escriba el libreto para una ópera a un escritor a quien las óperas no gustan. Cuando Lord Byron escribía "Don Juan", su editor, que no aprobaba ese poema, le propuso que escribiera un largo poema épico. "Odio hacer deberes", replicó Byron, y rechazó la propuesta.
Se empieza a escribir porque se tienen ganas y posibilidades de hacerlo, pero es una verdad que pensamos con particular convicción después del Romanticismo. Los escritores que escribieron para ganarse la vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en definitiva, se impone.
Cuando me preguntan que de dónde saco las ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas; por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren menos historias que si escribo mucho.
Henry James se preguntó por qué escribía Flaubert si le dolía tanto... La crítica es aparentemente justa (sólo aparentemente, pero de cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones que tengo al hablar se me corren a la pluma. Las venzo. El placer de inventar es grande; también el de lograr una página satisfactoria. Mis relativos aciertos me bastan para decir que me gusta esta profesión, que me gusta inventar, que me gusta haber inventado historias y tener otras para escribir.
Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla intensamente.
Además, escribir es un intento de pensar con precisión. Debo admitir sin embargo que de vez en cuando se presentan situaciones en que tenemos que elegir dos caminos; quizá, por extraño que parezca, entre el amor (léase matrimonio, vida familiar) y seguir escribiendo. Es probable que esa mala fama de la literatura, que la muestra como negación de la vida, se deba al clamor de personas abandonadas.
Pero la literatura no es una imposición, es un placer. Escribí un libro de ensayos al que llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre literatura, sobre libros. Una aventura es la vida, la otra -al menos para mí - son los libros.
Hubiera querido ser jugador de fútbol o boxeador -boxeador me gustaba más, porque me parecía más contundente- o campeón mundial de tenis o de salto de altura. Pero inexplicablemente, cuando sentía que algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan con uno; sospecho que todo lo recibirnos y que todo es educación en la vida. Lo cierto es que para enamorar a una prima que no me hacía caso pensé en escribir un libro parecido al de un autor que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete años, intenté escribir por primera vez. Después me gustó la idea de inventar cuentos policiales y fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran, escribí una historia que se llamaba "Vanidad". Después de eso descubrí la literatura. Y entonces me puse a escribir y a leer. Digamos que desde los doce hasta los treinta años leí realmente mucho. Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin: traté de cultivarme como esos norteamericanos que hacen todo por programa; quise leer todo. Y mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir. Y los libros que yo escribía desagradaban a a mis amigos. Cuando salía un libro mío los amigos no sabían cómo tratarme; querían disimular y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la razón, pero creía en mi próximo libro.
Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía mi incapacidad de escribir libros aceptables como una derrota de mi inteligencia. La verdad es que producía algo que a nadie gustaba. A mí tampoco. Me gustaba mientras escribía; después, no. Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía que ésa era mi patria y que yo quería participar de su mundo. Probablemente pensaba que no bastaba con ser lector para entrar en la literatura. Muchas veces me dije que, de haber sido una persona un poco más sensible, yo hubiera dejado de escribir, porque escribía un libro y todos mis amigos -y después Jorge Luis Borges- me miraban con cara de tristeza y de preocupación, como pensando: "¿Qué le digo yo a éste?" Pero quizás aprendí a escribir gracias a esos errores.
No sé, no podría decir cuál fue mi primer intento literario, pero sé que cuando mi prima no me quiso me puse a escribir para exaltar mi dolor.
Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo eso precedió a los pésimos libros publicados, que fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.
Leía buscando la literatura, y escribía buscando la literatura cuando concluía mis cuentos, por un tiempo creía haber hecho literatura, creía haber acertado. Después, cuando publicaba el libro y mis amigos lo leían, llegaba el desencanto, si antes yo solo no lo habla encontrado... Con La invención de Morel, una historia que no quería malograr, llegó la gran oportunidad de ponerme a prueba. Recordé el consejo de mi padre de pensar en lo que uno está haciendo, y procuré escribir con la atención bien despierta. Antes de la publicación del libro aparecieron capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones de algunos lectores fueron las primeras buenas noticias sobre escritos míos que recibí en la vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero aún no me sentía seguro. Me preguntaba si los hombres sabios no descubrirían errores y torpezas en la novela. Con el tiempo, en un cuento que se llama "El ídolo", se me soltó la mano.
Pienso que escribir es una profesión aunque el prójimo no lo crea. Para mí fue siempre una profesión. Es, además, lo que he estado haciendo a lo largo de la vida.
Escribir por encargo es una forma, no la única, de escribir profesionalmente. Por si alguien piensa que escribir por encargo es, de un modo inevitable, algo indigno, recordaré que el Doctor Johnson, uno de los críticos de los escritores más extraordinarios, dijo en una oportunidad "Sólo un badulaque escribe por placer". Él escribía por necesidad, por dinero, y lo hacía admirablemente.
En principio no veo nada objetable en que un editor encargue una biografía para su colección de biografías o una novela para su colección de novelas. Hay buenos escritores indolentes que sin la compulsión del encargo dejarían muy poca obra. Quizá Johnson fuera uno de ellos. No voy a negar que a veces el pedido de escribir por encargo irrita al escritor. Por ejemplo, cuando le llega a uno estando desbordado por el trabajo; o cuando le piden algo ajeno a sus gustos o preocupaciones, como que escriba el libreto para una ópera a un escritor a quien las óperas no gustan. Cuando Lord Byron escribía "Don Juan", su editor, que no aprobaba ese poema, le propuso que escribiera un largo poema épico. "Odio hacer deberes", replicó Byron, y rechazó la propuesta.
Se empieza a escribir porque se tienen ganas y posibilidades de hacerlo, pero es una verdad que pensamos con particular convicción después del Romanticismo. Los escritores que escribieron para ganarse la vida, y que escribieron bien, son innumerables. Yo veo en ello una prueba de que la inteligencia escapa a las circunstancias y, en definitiva, se impone.
Cuando me preguntan que de dónde saco las ideas siempre respondo lo mismo. Si usted se dedica a escribir, el tiempo le dará la respuesta. Creo que la mente del narrador vive en una actitud que le permite descubrir historias, aunque estén ocultas; por lo general, para eso está despierta. Si escribo poco, se me ocurren menos historias que si escribo mucho.
lunes, 14 de julio de 2008
Poemas
Algunos poemas inéditos de Jorge Eliécer Pardo quien acaba de ganar el concurso nacional de cuento Sin rastro.
III
La humedad nace en las manos
invade la piel y serpentea hacia el suelo
Los dedos se deslizan en busca del cuerpo
encontrando el abismo
¿Quién se esconde en el sudor
de los ejecutados?
V
Descubierto el vértice
no le temerá al vacío
Ángulos y yemas
haz tembloroso
Una y otra vez
aquí y allá
humedad erecta
suave mueca
descubierto el vértice
aprendió la muerte
III
La humedad nace en las manos
invade la piel y serpentea hacia el suelo
Los dedos se deslizan en busca del cuerpo
encontrando el abismo
¿Quién se esconde en el sudor
de los ejecutados?
V
Descubierto el vértice
no le temerá al vacío
Ángulos y yemas
haz tembloroso
Una y otra vez
aquí y allá
humedad erecta
suave mueca
descubierto el vértice
aprendió la muerte
viernes, 11 de julio de 2008
El sonido y la furia
William Faulkner publicó en 1929 El sonido y la furia, veinte años antes de ganar el Premio Nobel. Que tal este fragmento?
Quentin, que amaba no el cuerpo de su hermana, sino algún concepto de honor familiar y (él lo sabía bien), temporalmente suspendido en la frágil y diminuta membrana de su virginidad, semejante al equilibrio de una miniatura en la inmensidad de la esfera terrestre sobre el hocico de una foca amaestrada. Quien amaba, no la idea del incesto que no cometería, sino algún presbiteriano concepto de su eterno castigo: él y no Dios, podría arrojarse a sí mismo y a su hermana al infierno, donde eternamente podría protegerla y cuidarla para siempre jamás, invulnerable ante las llamas inmortales. Él que sobre todas las cosas amaba la muerte, y que quizá sólo amaba a la muerte, amó y vivió con deliberada y pervertida curiosidad, tal y como ama un enamorado que deliberadamente se reprime ante el prodigioso cuerpo complaciente, dispuesto y tierno de su amada, hasta que no puede soportarlo y entonces se lanza, se arroja, renunciando a todo, ahogándose.
Quentin, que amaba no el cuerpo de su hermana, sino algún concepto de honor familiar y (él lo sabía bien), temporalmente suspendido en la frágil y diminuta membrana de su virginidad, semejante al equilibrio de una miniatura en la inmensidad de la esfera terrestre sobre el hocico de una foca amaestrada. Quien amaba, no la idea del incesto que no cometería, sino algún presbiteriano concepto de su eterno castigo: él y no Dios, podría arrojarse a sí mismo y a su hermana al infierno, donde eternamente podría protegerla y cuidarla para siempre jamás, invulnerable ante las llamas inmortales. Él que sobre todas las cosas amaba la muerte, y que quizá sólo amaba a la muerte, amó y vivió con deliberada y pervertida curiosidad, tal y como ama un enamorado que deliberadamente se reprime ante el prodigioso cuerpo complaciente, dispuesto y tierno de su amada, hasta que no puede soportarlo y entonces se lanza, se arroja, renunciando a todo, ahogándose.
martes, 8 de julio de 2008
Odín
Ah... Borges...
Se refiere que a la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido a la nueva fe, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa oscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El rey le preguntó si sabía hacer algo, el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Tocó en el arpa aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las dos primeras le prometieron grandes felicidades y que la tercera dijo, colérica:
-El niño no vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado.
Entonces los padres apagaron la vela para que Odín no muriera. Olaf Tryggvason descreyó de la historia, el forastero repitió que era cierto, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del rey, Odín había muerto.
Se refiere que a la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido a la nueva fe, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa oscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El rey le preguntó si sabía hacer algo, el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Tocó en el arpa aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las dos primeras le prometieron grandes felicidades y que la tercera dijo, colérica:
-El niño no vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado.
Entonces los padres apagaron la vela para que Odín no muriera. Olaf Tryggvason descreyó de la historia, el forastero repitió que era cierto, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del rey, Odín había muerto.
viernes, 4 de julio de 2008
Tirar demasiado de la cuerda
Un cuento de Woody Allen al que, desafortunada o afortunadamente, muchas veces solo conocemos por las películas.
Es para mí un gran alivio saber que por fin el universo tiene explicación;empezaba a pensar que era yo. Pero resulta que la física, como un familiarirritante, tiene todas las respuestas.El big bang, los agujeros negros y el caldo primordial aparecen todos los martes en la sección de ciencias del Times, y gracias a eso mi comprensión dela teoría de la relatividad general y de la mecánica cuántica está ahora a laaltura de la de Einstein, o sea, de Einstein Moomjy, el vendedor de alfombras.¿Cómo he podido vivir hasta ahora ignorando que en el universo hay cosas pequeñas del tamaño de la "longitud de Planck", que miden una millonésima deuna milmillonésima de una milmillonésima de una milmillonésima decentímetro?Si a ustedes se les cae una en un teatro a oscuras, imaginen lo difícil quesería encontrarla. ¿Y cómo actúa la gravedad? Y si de pronto dejara de actuar,¿seguirían ciertos restaurantes exigiendo chaqueta? Lo que sí sé de física es que, para un hombre situado en una orilla, el tiempo pasa más deprisa quepara un hombre que se halla en un barco, sobre todo si el hombre del barco vaacompañado de su esposa. El último milagro de la física es la teoría decuerdas, que ha sido anunciada como una TDT una "Teoría de Todo". Éstapuede explicar incluso el incidente de la semana pasada que aquí describo.El viernes desperté y, como el universo está en expansión, tardé más de lohabitual en encontrar mi bata. Por este motivo salí con retraso para ir altrabajo y, como el concepto de arriba y abajo es relativo, el ascensor en elque entré subió a la azotea, donde fue muy difícil parar un taxi. No olvidemos que un hombre que viajara en un cohete casi a la velocidad de la luz sin dudahabría podido llegar a tiempo al trabajo, o quizás incluso un poco antes, y sinduda mejor vestido. Cuando por fin llegué a la oficina y fui hacia mi jefe, elseñor Muchnik, para explicar la demora, mi masa aumentó conforme acelerabapara acercarme a él, lo que él interpretó como señal de insubordinación. Tras cruzar unas palabras enconadas, me aseguró que me descontaría ese tiempodel sueldo, que, en comparación con la velocidad de la luz, es de todos modos muy pequeño. La verdad es que si tomamos como referencia la cantidad deátomos de la galaxia Andrómeda, en realidad gano poquísimo. Intentédecírselo al señor Muchnik, quien me contestó que yo pasaba por alto que eltiempo y el espacio eran la misma cosa. Y juró que si esa situación cambiaba,me concedería un aumento. Señalé que si tenemos en cuenta que el tiempo yel espacio son una misma cosa, y que se tarda tres horas en hacer algo queresulta tener menos de 15 centímetros de longitud, ese algo no puedevenderse por más de cinco dólares. Lo bueno de que el espacio sea lo mismoque el tiempo es que, si viajas a los confines del universo y el trayecto dura tres mil años terrestres, cuando vuelvas tus amigos habrán muerto, pero nonecesitarás Botox.
Es para mí un gran alivio saber que por fin el universo tiene explicación;empezaba a pensar que era yo. Pero resulta que la física, como un familiarirritante, tiene todas las respuestas.El big bang, los agujeros negros y el caldo primordial aparecen todos los martes en la sección de ciencias del Times, y gracias a eso mi comprensión dela teoría de la relatividad general y de la mecánica cuántica está ahora a laaltura de la de Einstein, o sea, de Einstein Moomjy, el vendedor de alfombras.¿Cómo he podido vivir hasta ahora ignorando que en el universo hay cosas pequeñas del tamaño de la "longitud de Planck", que miden una millonésima deuna milmillonésima de una milmillonésima de una milmillonésima decentímetro?Si a ustedes se les cae una en un teatro a oscuras, imaginen lo difícil quesería encontrarla. ¿Y cómo actúa la gravedad? Y si de pronto dejara de actuar,¿seguirían ciertos restaurantes exigiendo chaqueta? Lo que sí sé de física es que, para un hombre situado en una orilla, el tiempo pasa más deprisa quepara un hombre que se halla en un barco, sobre todo si el hombre del barco vaacompañado de su esposa. El último milagro de la física es la teoría decuerdas, que ha sido anunciada como una TDT una "Teoría de Todo". Éstapuede explicar incluso el incidente de la semana pasada que aquí describo.El viernes desperté y, como el universo está en expansión, tardé más de lohabitual en encontrar mi bata. Por este motivo salí con retraso para ir altrabajo y, como el concepto de arriba y abajo es relativo, el ascensor en elque entré subió a la azotea, donde fue muy difícil parar un taxi. No olvidemos que un hombre que viajara en un cohete casi a la velocidad de la luz sin dudahabría podido llegar a tiempo al trabajo, o quizás incluso un poco antes, y sinduda mejor vestido. Cuando por fin llegué a la oficina y fui hacia mi jefe, elseñor Muchnik, para explicar la demora, mi masa aumentó conforme acelerabapara acercarme a él, lo que él interpretó como señal de insubordinación. Tras cruzar unas palabras enconadas, me aseguró que me descontaría ese tiempodel sueldo, que, en comparación con la velocidad de la luz, es de todos modos muy pequeño. La verdad es que si tomamos como referencia la cantidad deátomos de la galaxia Andrómeda, en realidad gano poquísimo. Intentédecírselo al señor Muchnik, quien me contestó que yo pasaba por alto que eltiempo y el espacio eran la misma cosa. Y juró que si esa situación cambiaba,me concedería un aumento. Señalé que si tenemos en cuenta que el tiempo yel espacio son una misma cosa, y que se tarda tres horas en hacer algo queresulta tener menos de 15 centímetros de longitud, ese algo no puedevenderse por más de cinco dólares. Lo bueno de que el espacio sea lo mismoque el tiempo es que, si viajas a los confines del universo y el trayecto dura tres mil años terrestres, cuando vuelvas tus amigos habrán muerto, pero nonecesitarás Botox.
martes, 1 de julio de 2008
La trama
Ah, Borges.
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.
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