martes, 9 de junio de 2009

Ursúa

Un bellísimo fragmento como homenaje al poeta y amigo William Ospina y su Rómulo Gallegos.

Conozco el misterio de las esferas de piedra enterradas en las selvas de Castilla de Oro y el origen de las cabezas gigantes que tienen musgo en las pupilas. Conozco la historia del hombre que fue amamantado por una cerda en los corrales de Extremadura y que tiempo después se alimentaba de salamandras en las islas del mar del sur. Sé de los doscientos cuarenta españoles que remontaron los montes nevados y cruzaron los riscos de hielo llevando cuatro mil indios con fardos y dos mil llamas cargadas de herramientas, dos mil perros de presa con carlancas de acero y dos mil cerdos de hocico argollado, para ir a buscar el País de la Canela, y conozco la historia del primer barco que bajó de las montañas brumosas de los Andes y navegó ocho meses entre selvas desconocidas que crecían. Sé quiénes descubrieron el mar del sur, quiénes exploraron la montaña de plata, quiénes descubrieron la selva de las mujeres guerreras. Conozco las penas de los que construyeron el primer bergantín en los ríos encajonados de la cordillera, de los que convirtieron centenares de viejas herraduras en millares de clavos. Conozco historias de herraduras de oro con clavos de plata. Sé el relato del hombre que después de tragarse un sapo enloqueció para siempre, y el del capitán que repartió entre sus soldados como alimento un caimán descompuesto. Conozco la guerra en la que se enfrentaron dos viejos amigos, y que terminó con uno de ellos ahorcado lentamente por doce conjurados. Puedo contar la historia de los diez mil hombres desnudos que remontaron diez años el curso de un río para buscar en las montañas el origen de un barco. Tengo historias para llenar las noches del resto de mi vida y busco a quién contárselas, pero ésa es mi desgracia. En estas tierras ya nadie sabe oír las historias que cuento.

Todos están demasiado ausentes, o demasiado hambrientos o demasiado muertos para prestar atención a los relatos, aunque sean tan hermosos y terribles como los que yo sé. Otros hablan mil lenguas distintas y no entienden la mía. Y a otros no les gustan las narraciones de hombres de guerra, ni de barcos perdidos, ni de batallas libradas en los mares estrechos de Europa, ni de conventos aferrados a las paredes de las serranías. Pero también conozco otras historias: de animales que caminan por el cielo, de árboles que piensan y de magos que se transforman en jaguares. Sé de la enfermedad de la belleza y sé de la canción para curar la locura, sé del modo como llegaron los hijos de las águilas y sé del modo como los embera se cubren el cuerpo de nogal y de achiote para celebrar sus alianzas con el río y el árbol. Mis historias son tantas que ni el más hondo cántaro podría contenerlas. Ahora quiero contar sólo una: la historia de aquel hombre que libró cinco guerras antes de cumplir los treinta años y de la hermosa mestiza que hizo palidecer de amor a un ejército. Es la historia asombrosa del hombre que fue asesinado diez veces, y del tirano cuyo cuerpo fue dividido en diez partes. Y tal vez pueda entonces enlazar las historias, una detrás de otra como un collar de perlas, y anudar en su curso una leyenda de estas tierras, la memoria perdida de un amigo muerto, los desconciertos de mi propia vida, y una fracción de lo que cuenta el río sin cesar a los árboles. Contar cómo ocurrió todo desde el momento en que el hombre amamantado por la cerda abandonó la isla de las salamandras para ir a saquear un país de niebla, hasta el momento de crueldad y de alivio en que la cabeza triste del tirano se ennegreció en la jaula.

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