martes, 31 de julio de 2007

El derecho al fracaso

Un texto de Hugo Andrei Buitrago


Cuando duele el corazón ¿no es mejor arrancarlo de tajo?
¿no es acaso mejor dormitar que el golpe constante con muros y pliélagos interminables?
¿qué hay de malo en no querer ser nada, vivir como nadie y morir como todos?
¿no tenemos acaso derecho al fracaso como cualquier criatura?
¡qué sería de las tortugas si,
al romper el cascarón,
no se las comiera el ave interrumpiendo su camino al mar¡

Gracias Hugo por alimentar esta fauna literaria

lunes, 30 de julio de 2007

El gallero

Este mincuento de Carlos Pardo Rodríguez fue ganador del Primer Premio del Concurso Nacional El Tiempo en 1978 en Colombia. El jurado estuvo conformado entre otros por Gabriel García Márquez.

El era el gallo del pueblo. Así lo decían todos. Y el mejor gallero. Uno de esos hombres extraños, dijo un anciano al ser interrogado. El rey de los gallinazos, respondió una adolescente al periodista. Simplemente un jovencito tan poco maduro que aún se le notaban los gallos en la voz, dijo un gerente de banco de unos cincuenta años. Pero todas aquellas cosas nada tenían que ver con lo realmente noticioso de su biografía. Amaba los gallos de sus mujeres porque cada una, en ceremonia altamente ritual, le regaló uno bautizado. Repetía de memoria los fragmentos del gallo capón, admiraba el gallo del coronel y había logrado, tras muchos experimentos e investigaciones, conseguirse el gallo de La Pasión y enrazarlo con la gallina de los huevos de oro

viernes, 27 de julio de 2007

Toco tu boca

Que tal este fragmento de Julio Cortazar? Sigo esperando sus textos...

Toco tu boca, con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

jueves, 26 de julio de 2007

Gemelos

Que tal este cuento de Rafael Novoa. Envíame el tuyo. pardo.carlos@gmail.com

Nunca le perdoné a mi hermano gemelo que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí, solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron los siete minutos más largos de mi vida, y los que a la postre determinarían que mi hermano fuera el primogénito y el favorito de mamá. Desde entonces salía antes que Pablo de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine -aunque ello me costara el final de la película. Un día me distraje y mi hermano salió antes que yo a la calle, y mientras me miraba con aquella sonrisa adorable, un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos extendidos hacia el cadáver de mi hermano. Yo nunca la saqué del error.

miércoles, 25 de julio de 2007

MENSAJE DE MEDIANOCHE

De Estados Unidos y España, de Chile y Venezuela... extraños seres sin rostro andan visitando estas historias. Hagámoslas de todos. Aquí tienen una de Luis Fayad. Quien me envía un microcuento para publicarlo?

Desde hacía un mes la rata rondaba todas las noches por el apartamento. Leoncio la oía, dueña del lugar, y había ensayado deshacerse de ella instalando trampas y rociando veneno por el piso. También en vano obstruyó los agujeros de los rincones y se paró amenazante con una escoba detrás de las puertas. Al cabo del mes Leoncio se notó a sí mismo con el carácter cambiado, y escribió una nota: «Por favor, déjeme tranquilo». La colocó en el piso de la cocina y se acostó confiado, pero lo único que varió durante la noche fue el pasearse impaciente de la rata, y a la mañana siguiente, cuando leyó de nuevo la nota, Leoncio tuvo la impresión de que iba dirigida a él.

jueves, 19 de julio de 2007

El grito

Sólo cuando recordó que llevaba varios días sin pronunciar palabra, tuvo certeza de su soledad. Así que decidió lanzar un grito que la espantara de una vez por todas. Un grito que llenara la vieja casa y la calle y la ciudad entera. Un grito que le llevara al mundo su voz contenida desde hace tanto tiempo y que le hiciera sentir que su presencia, aunque inútil, aún hacía contestar a las piedras con el eco de sus palabras. Sin embargo, nadie lo escuchó. Ni los niños que corrían por el patio, ni la mujer que movía trastos en la cocina. Ni siquiera las paredes que hace quince años fueron testigos del disparo.

jueves, 12 de julio de 2007

Exiliado

Hoy no sientes miedo. Crees dominar el mundo porque vienes de un país en guerra y porque has caminado cerca de asesinos y cuchillos blancos que desafían el aire y el silencio. Te hablan en una lengua que escasamente conoces. Te miran como extranjero y te huyen como a la peste porque traes el olor de la muerte entre la ropa, entre las axilas, en tus cabellos. Y sin embargo, no sientes miedo. Te correspondió la huída y perdiste la tierra, que es como si perdieras tu infancia y esa primera vez que caminaste con ella entre la lluvia y el olor a tierra mojada. Perdiste también el recuerdo de cuando la inocencia te dejó por primera vez y por segunda y por tercera hasta convertirse en una costumbre de abandono. Lo perdiste todo y sin embargo no hay tristeza en tus ojos, solo rabia... e impotencia... y una sensación de imperturbabilidad que todos notan mientras huyen de tu mirada de extranjero, de tu piel de extranjero, de tu boca de extranjero que te sabe a aguardiente y a muslos firmes de morena de ojos negros.

No soportas el exilio porque nadie te enseñó a morir en vida: te creías inmortal. Pero tuviste que aprender a cambiar tus rutas y tus horarios y a mirar por el rabillo del ojo a todo aquel que se te acercara, que te hablara, que te preguntara. No. No te enseñaron eso aunque a tu padre y al padre de tu padre los persiguieron igual, los desplazaron igual, los mataron igual. Hoy te toca callarlo todo y mentirlo todo y huir de todo.

Caminaste a una ciudad más grande que la tuya donde nadie te saluda. En tu maleta llevas tres fotos y una piedra que encontraste cuando saliste de casa. Nada más te dejaron sacar. Aunque tu padre y el padre de tu padre corrieron siempre, nadie te enseñó que la vida debía poder alojarse en cualquier maleta por si necesitabas salir corriendo, correr viviendo.

La música no te dice nada. Ni siquiera la que entonas con tu vieja guitarra desafinada que ya no alcanza a espantar soledades. Suena una balada vieja, a bolero y a jazz...y sin embargo, la emoción no se instala en tu cuerpo... solo la tristeza... y la rabia... y los no recuerdos, porque los que tenías te los robaron, te los torturaron y expulsaron de la pequeña patria que jamás pudiste liberar.

No siempre fue así, te repites. No alcanzaste a salir de pesca en las noches ni a dormir con las puertas y las ventanas abiertas pero pudiste enamorarte de cualquier desconocida sin que te miraran con desconfianza. Pudiste aprender a conducir el viejo coche de tu padre sin que te amenazaran por hacer un giro prohibido, y hasta conociste pueblos perdidos descubiertos solamente por el calor infernal del trópico. Ahora solo el encierro... una ciudad diferente a la tuya, una tierra diferente a la tuya, un alma diferente a la tuya.

Todos te ven un futuro promisorio pero te sientes triste. No importa dónde estés, te dicen, te va a ir bien, te dicen... pero te sientes triste y con rabia. Y caminas en medio de un tumulto de gente sin nombre que no imaginan que perdiste tu infancia... y tus recuerdos... que es como perder tu patria.

Job

Negó la existencia de Dios hasta que su hija descansó en sus brazos con el corazón abierto por las balas. Dedicó una mirada al cielo e intentó encontrarlo para que con sus manos detuviera la sangre… nada apareció entre las nubes. Se levantó y sin ninguna prisa caminó hasta la iglesia rodeada por el humo de las explosiones y un olor a pólvora que le quemaba la garganta. Mientras miraba el atrio entonó por primera vez la larga retahíla de oraciones que desde niño aprendió mientras la maestra blandía una rama de guayabo: Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…Creo en Dios padre omnipotente… Dios te salve María… nada sucedió. Cerró los ojos de su hija y corrió a casa, sin ella… tomó la escopeta que su padre siempre dejaba en el marco de la puerta. No había venganza en sus ojos: sólo lágrimas. Salió del pueblo y corrió por el camino real buscando la senda de los armados pero los helicópteros ya se los habían llevado. Comprendió que de las nubes sólo llegaba la muerte y supo que Dios no era más que eso. Un nuevo disparo se escuchó en el pueblo… el cura se echó encima una bendición y agradeció el nuevo adepto… llamó a misa con las campanas medio rotas. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. La gracia del señor este con todos vosotros… Y volvieron las explosiones.

miércoles, 11 de julio de 2007

A mamá le gusta reír en los entierros

A mamá le gusta reír en los entierros. Cada vez que hay muerto en la familia, los primos, los sobrinos y hasta los más viejos, la rodean para oírle la lengua. No sé cuando empezó pero desde pequeño, cuando llegaba a esas salas de velación, llenas de murmullos, vestidos negros y ese olor a flores y a café impregnado en las paredes, la veía de lejos, sin ninguna solemnidad, fumando un cigarrillo y echando cuentos, muchas veces del mismo muerto. Es que a mi mamá le jarta la solemnidad. No había amigo que llevara a casa en una de esas invitaciones a comer que tanto acostumbramos, al que ella no abordara con toda clase de bromas. A uno, alto ejecutivo con el que tuve negocios en algún momento de mi vida, lo puso a oír la pared con la oreja pegada a ella, sólo para hacerlo constatar que todo el día, la pared era así, silenciosa. A otro, le regaló una colombina de chocolate para que sirviera de postre a un sancocho trifásico que nos había hecho sudar hasta el cansancio, solo para verlo irse acabando el chocolate y quedándose con un palillo en forma de pene que mi amigo siguió disfrutando sin comprender las carcajadas de mamá. Creo que el cuentito lo aprendió del abuelo quien se entretenía comprando bromas en los almacenes de Bogotá para hacerlas una y otra vez a los vecinos del barrio. Pero mamá no se hizo famosa por las bromas ni por los chistes ni por esas salidas inteligentes y rápidas que nos hacían reír a todos. Mamá es famosa por que le gusta reír en los entierros. Últimamente ha habido muchos y la fila, como dice mi padre, se ha ido corriendo lentamente.

A papá, sus amigos lo fueron abandonando sin que él lo notara. Creo que sólo se dio cuenta, ese viernes en la tarde cuando descubrió que no tenía a quien llamar y que la fiesta, esa que había mantenido en jornada continua, se había acabado. Dejó el trago, el cigarrillo y el café, en un intento por derrotar todo aquello que mató a sus amigos. La llamada matinal con Darío, el viejo, las sustituyó por una semanal con Darío, el joven; el café de la tarde con Hugo, por un té helado y sin azúcar con Jacky; la tertulia, por el silencio. Navegando en medio de un montón de libros, insiste en hacerse cargo de la memoria de la tierra como una manera de recordar a sus amigos muertos. Papá se pasea por la casa con un eterno cigarrillo en sus labios y sus manos acariciando un inmenso vientre conseguido a base de mucho esfuerzo, comida y licor y cada vez que un nuevo amigo entra a la clínica, la mayoría con cáncer, enfisema pulmonar, o alguna de esas vainas que dan de tanto trago y cigarrillo alrededor de la literatura, la música y las mujeres, papá establece guardias más rígidas que las de los médicos de turno. Habla con la familia, llama a los amigos más cercanos para que se hagan presentes y camina de un lado llorando por el amigo pero sin temor a la muerte, esa palabra que no existe en su danza interminable de lances al destino.

Papá y mamá casi no se hablan. Cuando lo hacen, hay respeto y hasta amor en sus voces, pero dejaron de contarse las mañanas y las tardes, quizá porque cada vez hay menos para contar. Eso sí. Cuando alguien de la familia muere, mi papá llega religiosamente, con su corbata negra, a recogerla. Inician el viaje a la sala de velación con la seguridad que afuera están todos esperando su llegada. Siempre que llego, cuando llego, ella está rodeada de los deudos que olvidan por un rato el dolor para darle rienda suelta a la risa, y todo porque a mamá le gusta reír en los entierros.

martes, 10 de julio de 2007

La cosa no es así

El próximo viernes sí tomaré mi maleta y saldré sin ningún remordimiento… ya no habrá disculpa… también tengo mi orgullo… qué carajo… siempre piensan que pueden hacer con uno lo que se les da la gana y la cosa no es así. El próximo viernes… y eso porque toca esperar que paguen… sin plata es muy jodido tener orgullo. Además el jueves llega tarde ¿y quién cuida el niño?. Ah… eso sí… porque el niño se queda… a ver que tan verraquito es… que me dé para el bus y no más… no recibiré ni un peso más de él… o de pronto lo del almuerzo… qué carajo… también es mi derecho… toda la vida cocinándole y no voy a tener para un almuerzo…. La cosa no es así. No señor… que me dé también lo del almuerzo… y aquí pensando… porqué le tengo que dejar al niño… no señor… que se joda… y que me pase la platica que le corresponde… y si me toca meterle abogado, pues le meto… eso sí… el próximo viernes si saco mis ropitas sin remordimiento… y los de mi chinito. Cojo para donde la vieja… qué carajo… Siempre piensan que pueden hacer con uno lo que se les da la gana y la cosa no es así… y si mi vieja no me deja meter mis corotos?… pues me largo pa otro lado… de pronto la tía Esther si me recibe… tampoco me voy a dejar morir sin él… el viernes… el próximo viernes… y eso porque toca esperar que le paguen…y si no me da plata? Pues pa la mierda… el viernes… el próximo viernes… y eso porque el jueves llega tarde y quién cuida al niño?… por qué me tenía que poner lo cachos con esa puta de barrio y pasearla por todas partes para que se burlaran de mi… lo hubiera hecho lejos… al fin y al cabo ojos que no ven corazón que no siente… y apuesto que esa puta si se le metía por los ojos… claro como es todo pintoso el jijuemadre… porque todo tendrá el desgraciado ese menos ser feo… o es que no lo ha visto a los ojos… mírelo y verá que se pierde… y cuando aprieta… viera como aprieta… a uno se le mueve todo el mundo… en el fondo yo se que es culpa de la puta esa… claro que ni me ha pedido perdón… aunque, supongo que él también tiene su orgullo… de pronto me espero al lunes para ver qué pasa… qué tal que me pida perdón… que carajo… uno no puede ir por el mundo haciendo lo que le da la gana…. La cosa no es así.

viernes, 6 de julio de 2007

La historia de Camilo

Camilo entra a la casa y sabe que su mujer está viendo la tele, que sus dos hijos deben andar de rumba y que Mateo, el perro, muerde debajo de su cama uno de sus zapatos. Se siente derrotado. Los gestos amables y las miradas de cariño que esporádicamente le regalaban en casa, se fueron diluyendo en el tiempo hasta el punto de convertirse él, en un fantasma con comida, ropa y techo permanente. Todas las mañanas, después del baño, recoge las monedas que sobraron del día anterior y sale con un maletín de cuero cargado de proyectos inconclusos a los que nadie ha intentado siquiera apoyar por considerarlos no tanto irrealizables como inútiles. Como un antiguo colono de tierras, sigue soñando con fundar un pueblo en una época en que todos quieren vivir lejos del campo por miedo a la guerra; como un político en ciernes, sueña con crear cientos de empresas que generen empleo en una época en la que nadie quiere invertir en la gente por miedo a perder lo que han construido o heredado o encontrado en la mitad del camino rodeado por bandidos cubiertos de banderas y asaltantes arropados con el hambre. Y aún así, sale todas las mañanas con su maletín de cuero buscando encontrar el ataque del mundo sabiendo que las balas no matan a los hombres buenos sino que los enaltecen.

El día que rodó por las escaleras dejando su sangre en 8 de los escalones del pequeño edificio donde la fiesta había sembrado sus raíces esa noche, había bebido menos de lo usual y más de la cuenta. Se despidió entre balbuceos que sus amigos interpretaron como un chao, si te vi no me acuerdo y si me acuerdo que te olvide. Dos horas pasaron entre la despedida y el momento en que lo encontraron, con la mirada perdida, dos pisos más abajo. Estaban tan borrachos que no tuvieron alientos para levantarlo. Se conformaron con llamar a los bomberos, como si hubiera un incendio, y a su esposa, para provocarlo. Dos días más tarde, luego de que las lágrimas de sus hijos, que lo lloraron casi como si lo amaran, se detuvieran, Camilo se despertó. Tenía un fuerte dolor de cabeza, la garganta reseca, y la dignidad, rodada peldaño tras peldaño.

Camilo había prometido no volver a tomar cuando dos semanas atrás se había fracturado la clavícula. Su promesa era la reiteración de la que hizo un mes antes bajo la lluvia de los venados cuando intentó, con éxito, reconquistar a su esposa como lo hiciera cada semana luego de la última borrachera.

Camilo lleva papeles en su maletín, monedas en sus bolsillos y una ternura incomprendida en su alma. Pese a sus casi cincuenta años, sus hermanos lo siguen viendo como un niño sin ni siquiera intuir que su vida solo le pertenece a sus sueños mal entendidos por todos los que creen poseer el mundo entres sus manos aunque solo tengan la verdad a medias y las noches enteras para masticar desilusiones.

Lo veo pasar todas las mañanas con sus ilusiones a cuestas con una sonrisa y un abrazo para mí. Muchas veces he visto sus intenciones de llevarme con él para que juntos enfrentemos las balas del mundo. Desafortunadamente estoy demasiado cómodo en el sillón del mundo moderno, laptop, televisión cien canales, buen salario. Y sin embargo, cando lo veo cada mañana siento la necesidad imperiosa de seguirlo en sus sueños para ver qué nos tiene preparado el destino.

La corrida de Aranzazu

Esa tarde los carros hacían fila para entrar a un parqueadero improvisado en medio del lodo. Una llovizna constante había convertido el polvo en una gran piscina que ni los viejos Willix podían sortear. Afiches pegados en todas las paredes dejaban prever la tarde: “Espectacular corrida. Cuatro bravos toros de la ganadería de Gonzalo Mejía. Además, vaca para el público y cerdo embolado, el que lo coja se lo lleva”.

Las entradas, con el mismo diseño del afiche, se rompían por su línea punteada para dejarle al amante de la fiesta brava el recuerdo de una inolvidable tarde en el coliseo del pueblo. Pocas veces había visto una plaza de toros cubierta y rectangular. Nos acomodamos de la mejor manera posible y nos dispusimos, poncho en cuello y sombrero en mano a esperar el célebre paseillo que daría inicio a la corrida.

En medio de nosotros pasó una larga fila de niños con bombos, clarinetes y platillos. Todos tenían esa sonrisa que guardan los preludios. El del bombo iba encabezando la fila mientras miraba con cierto ingenuo desprecio a quienes estábamos sentados en los fríos muros del coliseo. La presidencia de la corrida tomó su lugar y con elegancia dio una señal a los niños dirigidos por un imberbe profesor que armado de una pequeña vara dirigió el primer pasodoble de la tarde.

Todo tenía esa majestuosidad del toreo que no podía olvidarse ni siquiera en este pueblo perdido entre las montañas cafeteras.

El paseíllo dio inicio mientras un niño de 12 años, en el centro de los toreros, saludaba a su madre que al borde del llanto le tomaba fotos. Era su primera corrida. Una vaquilla esperaba en los corrales por su capote. Todos los trajes de luces hicieron un simbólico saludo… en realidad ninguno tenía luces… eran sólo trajes negros ceñidos a sus no muy esbeltos cuerpos. Uno de ellos destacaba dentro del grupo y supe inmediatamente que abriría la corrida… hizo algunas verónicas mientras sus compañeros colocaban con no poco esfuerzo, su cuerpo en las barreras. Un toro de no más de 300 kilos hizo su aparición embistiendo el viento. Banderillas, toreo y muerte. En el primer intento, la espada rompió el corazón del toro mientras la muchedumbre que había cantado oles a todos y cada uno de los lances pedía a gritos oreja y rabo. La presidencia, cauta, le otorgó una vuelta al ruedo que el torero aceptó con dignidad.

Un sonido de trompetas retumbó el coliseo al tiempo que un grito de ajuuuuuua llamó las miradas de las 280 personas que asistíamos a la tarde de toros. El mariachi Tijuana inició su concierto. Quizá en la Santamaría de Bogotá o Cañaveralejo en Cali, las ensombreradas señoras hubieran hecho gestos de desprecio. Aquí, incluso a ellas se les oía seguir las “mujeres divinas” que sonaban desde el fondo de la presidencia.

El segundo toro salió a la arena terrosa del coliseo. Se le veía desinteresado por el capote de un torero gordo, ya entrado en años, que gritaba vaca mientras el público se impacientaba. El animal no fue noble ni manso ni bravo… obedeció solamente a dos lances del torero y el resto del tiempo la emprendió contra la barrera norte. El torero decidió matarlo. Fue por la espada con cierto aire de venganza en sus ojos, la tomó entre sus manos y caminó decidido hacia él. El toro estaba perfectamente cuadrado para la estocada. Patas firmes y rectas, a la misma altura la una de la otra. Un suspiro general inundó el coliseo al primer pinchazo. Un pequeño grupo aplaudía mientras le tomaba fotos al torero gordo. Segundo pinchazo y tercero y cuarto. El quinto ocurrió cuando sonaron los avisos de la presidencia, y el sexto y el séptimo. El intento de descabello fue igual de infortunado. La gente se olvidó del señorío y lanzó botellas plásticas de aguardiente al ruedo cuadrado de Aranzazu. Luego comenzó a escucharse un murmullo que fue convirtiéndose en grito: Chatarra… Chatarra… CHATARRA… CHATARRA… al principio no entendí, luego pensé que estaban insultando al torero gordo hasta que un muchacho albino salió del corral y la multitud aplaudió desenfrenadamente. Era el carnicero del pueblo y se había ganado el apodo desde niño cuando compraba chatarra para ir a venderla a Manizales. Chatarra, con un lazo entre sus manos, caminó sin miedo ante la mirada avergonzada del torero que se dirigía a la barrera limpiando el sudor de su rostro. Sin hacer el más mínimo amague, rodeo la cabeza del toro con el lazo, lo amarró a un poste, lo tomó del rabo y lo tumbó… en menos de lo que canta un gallo, maneo al animal y le enterró una gruesa puntilla en la base del cerebro. El animal murió casi instantáneamente mientras la multitud volvía a corear su nombre.

El tercero de la tarde era para Rosita, la mujer torera. Con mucho aspaviento el locutor anunció su entrada triunfal. Nunca entendí si estaba toreando o huyendo. Sus voluptuosas formas corrían hacia atrás y hacia al lado ante cada embestida. Cuando los niños de la banda dejaron oír el canto de la muerte, Rosita corrió por la espada. La presidencia permitió 12 pinchazos y tres intentos de descabello antes de que el público comenzara a pedir la presencia de Chatarra. El joven albino volvió a hacer su aparición en medio de las burlas de grueso calibre que un borracho regalaba a Rosita.

Un espontáneo salió entre el público y tomó uno de los cuchillos de chatarra. Se acercó al toro muerto y le cortó las dos orejas para entregarlas al albino en medio del júbilo del público. La policía no se inmutó. Otros más saltaron a la arena, lo tomaron en hombros, le dieron vuelta al ruedo y lo sacaron por la puerta grande del coliseo.

La noche acogió a Chatarra. Triunfador infinito de la tarde mientras el público de todas las tribunas se lanzaba al ruedo para salir coreando su nombre. El niño de 12 años lloraba en una barrera. No había espacio para la vaca regalada al público ni para el cerdo embolado. Todos querían saludar y tocar al único torero que había dado el pueblo en 125 años de existencia: Chatarra. Ya imaginaban los grandes carteles en las plazas de la ciudad, en las de verdad, anunciando la presencia del joven torero y hablando con su voz tímida ante las cámaras de televisión, diciendo que todo se lo debía a su pueblo y a su gente.

Los que no corrimos tras él para llevarlo a El Cabuyal a empaparlo en ron y coca cola salimos en medio del lodo a buscar cómo subir nuevamente al pueblo. Sentí el llanto del niño que tomado de la mano de su madre le gritaba volver por la vaquilla que aún esperaba en los corrales por su capote. Subí al viejo Willix de la finca donde me estaba hospedando y lentamente fui dejando la monumental plaza de Aranzazu, la improvisada plaza de toros de Aranzazu, un pueblo perdido en medio de los cafetales que vivió por primera y única vez en su historia la fiesta brava de la que tanto hablan las ensombreradas señoras de Manizales.