lunes, 17 de septiembre de 2007

Juego genial

Para los amantes del ajedrez, un relato de Guillermo Bustamante Zamudio

Las enciclopedias constatan la inconsistencia de las versiones sobre el origen del ajedrez. Queda claro que tal diversión no tuvo un origen único y que, gracias a un proceso de transformación constante, llegó al estado en que hoy lo conocemos, con sus ingeniosas e infatigables posibilidades.

Parte de dicho proceso es la desaparición de una pieza que antes disfrutaba de funciones específicas. Hoy conocemos parejas de alfiles, caballos y torres, además de peones, rey y dama. Pues bien, antes, entre el alfil y la dama, existía otra pieza: el gato. Uno solo era suificiente.

El gato no tenía reticencia en orinar el vestido de la dama, desobedecer al rey, hacer mofa de la solemnidad del alfil, empujar a los peones en formación, arañar al caballo y realizar ágiles cacerías de pájaros y baños de sol encima de las torres. Era muy difícil sorprenderlo en la contienda. Debía ser eliminado siete veces.

No avisaba jaque. Tomaba piezas en cualquier dirección como resultado de perplejantes saltos acrobáticos. En el gato del otro bando no veía un enemigo, era frecuente encontrarlos en rochela hacia el centro del tallero.

Tan maravillosa pieza del ajedrez se sacrificó, no sin sonoras quejas -y pese al respeto que culturas orientales brindan al animalito- a nombre de la seriedad que hoy caracteriza al juego.

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