viernes, 6 de julio de 2007

La historia de Camilo

Camilo entra a la casa y sabe que su mujer está viendo la tele, que sus dos hijos deben andar de rumba y que Mateo, el perro, muerde debajo de su cama uno de sus zapatos. Se siente derrotado. Los gestos amables y las miradas de cariño que esporádicamente le regalaban en casa, se fueron diluyendo en el tiempo hasta el punto de convertirse él, en un fantasma con comida, ropa y techo permanente. Todas las mañanas, después del baño, recoge las monedas que sobraron del día anterior y sale con un maletín de cuero cargado de proyectos inconclusos a los que nadie ha intentado siquiera apoyar por considerarlos no tanto irrealizables como inútiles. Como un antiguo colono de tierras, sigue soñando con fundar un pueblo en una época en que todos quieren vivir lejos del campo por miedo a la guerra; como un político en ciernes, sueña con crear cientos de empresas que generen empleo en una época en la que nadie quiere invertir en la gente por miedo a perder lo que han construido o heredado o encontrado en la mitad del camino rodeado por bandidos cubiertos de banderas y asaltantes arropados con el hambre. Y aún así, sale todas las mañanas con su maletín de cuero buscando encontrar el ataque del mundo sabiendo que las balas no matan a los hombres buenos sino que los enaltecen.

El día que rodó por las escaleras dejando su sangre en 8 de los escalones del pequeño edificio donde la fiesta había sembrado sus raíces esa noche, había bebido menos de lo usual y más de la cuenta. Se despidió entre balbuceos que sus amigos interpretaron como un chao, si te vi no me acuerdo y si me acuerdo que te olvide. Dos horas pasaron entre la despedida y el momento en que lo encontraron, con la mirada perdida, dos pisos más abajo. Estaban tan borrachos que no tuvieron alientos para levantarlo. Se conformaron con llamar a los bomberos, como si hubiera un incendio, y a su esposa, para provocarlo. Dos días más tarde, luego de que las lágrimas de sus hijos, que lo lloraron casi como si lo amaran, se detuvieran, Camilo se despertó. Tenía un fuerte dolor de cabeza, la garganta reseca, y la dignidad, rodada peldaño tras peldaño.

Camilo había prometido no volver a tomar cuando dos semanas atrás se había fracturado la clavícula. Su promesa era la reiteración de la que hizo un mes antes bajo la lluvia de los venados cuando intentó, con éxito, reconquistar a su esposa como lo hiciera cada semana luego de la última borrachera.

Camilo lleva papeles en su maletín, monedas en sus bolsillos y una ternura incomprendida en su alma. Pese a sus casi cincuenta años, sus hermanos lo siguen viendo como un niño sin ni siquiera intuir que su vida solo le pertenece a sus sueños mal entendidos por todos los que creen poseer el mundo entres sus manos aunque solo tengan la verdad a medias y las noches enteras para masticar desilusiones.

Lo veo pasar todas las mañanas con sus ilusiones a cuestas con una sonrisa y un abrazo para mí. Muchas veces he visto sus intenciones de llevarme con él para que juntos enfrentemos las balas del mundo. Desafortunadamente estoy demasiado cómodo en el sillón del mundo moderno, laptop, televisión cien canales, buen salario. Y sin embargo, cando lo veo cada mañana siento la necesidad imperiosa de seguirlo en sus sueños para ver qué nos tiene preparado el destino.

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