miércoles, 13 de agosto de 2008

Botero contra el olvido

Ahora que transito por la onda periodística, comparto con ustedes una crónica de Germán Santamaría sobre Fernando Botero. Que tal?

En Roma y en esta luminosa tarde de verano, todos los caminos conducen hasta Botero. Tan cerca de las ruinas imperiales de la Vía del Foro Romano, frente al blanco y esperpéntico monumento al Rey Vittorio Emrnanuele, en la plaza Venezia, el viento agita los grandes pendones que anuncian la exposición de Fernando Botero en el Palazzo Venezia. Es una gigantesca construcción republicana, gris, de ventanas pequeñas, y sus salones sombríos tienen hasta 25 metros de altura y cien de profundidad. Desde el balcón que da a la plaza Venezia Benito Mussolini. declaró varias guerras. Al final de uno de estos gigantescos salones estaba el escritorio del Duce y cada visitante tenía que caminar esos cien metros bajo las gigantescas lámparas y altísimos techos recamados, de tal manera que, mirando siempre al frente la figura del dictador, llegaba hasta él extenuado, con el ego arrastrado.

Ahora el Palazzo es un museo y en este 16 de julio de un verano luminoso, 150 obras de Fernando Botero cuelgan, entre la penumbra, en siete salones de esta construcción monumental. Por primera vez un pintor vivo expone aquí y por primera vez un artista convoca a 250 periodistas que lo reciben con una tormenta de preguntas y luces cuando entra triunfal en el salón de la prensa. Es un recinto que da al gran patio interior, poblado de palmeras y jardines de rosas y nenúfares, por donde Mussolini deambulaba solitario tramando las locuras de sus sueños.

"El arte tiene el poder de vencer el olvido", sentencia Botero ante la jauría de periodistas, y con ello lo dice todo. Y su guerra contra el olvido, que él libra solitario en sus estudios de París, Montecarlo o Nueva York, son las obras que ahora se exhiben en los gigantescos salones y que perpetúan en el tiempo lo más elemental, poético y candoroso de la vida colombiana, o lo más cruel y despiadado de la condición humana universal. Lo precisa la revista Time que circula desde mediados de junio en todo el mundo y que en cuatro páginas sobre la vida y la obra de Botero presenta las dos obras clave de la exposición en Roma. Primero, El Club de Jardinería, en la que cinco rosadas damas antioqueñas se agrupan con sus instrumentos para embellecer la ciudad. El candor provinciano. Pero en la obra Abu Ghraib Número 34, un hombre de espaldas, desnudo, atado, vendado, sangrante, es el símbolo de la tortura, de la crueldad de la guerra, ahora en los términos modernos de la guerra de Irak.

Se empieza el recorrido por los siete salones que recogen la exposición "Botero los últimos 15 años" y se va tropezando con lo que el pintor antioqueño ha rescatado del olvido para eternizarlo en el tiempo. Una mujer antioqueña que retoza con sus hijos y un gato, aquí en Colombia, y un perro que devora a un prisionero, allá en Irak. Un cardenal, un obispo y varios seminaristas, en tres majestuosos óleos, o una masa de cuerpos desnudos y retorcidos, o un prisionero penetrado por un verdugo, o una mujer encapuchada y con los senos sangrantes, en tres desgarradores lienzos. Un torero, una bailarina o una monja, los tres tan colombianos, pero también un soldado que se orina sobre un prisionero, una víctima que cuelga como un Cristo torturado, y un verdugo y un prisionero que se miran más allá del dolor y el odio... Y así, de salón en salón, va discurriendo la más pastoril vida antioqueña y colombiana de antaño, con sus almacenes de telas y burdeles alegres, hasta la más despiadada metáfora del horror en la prisión de Abu Ghraib. Al final, esos cinco óleos que recogen todo lo cotidiano que sucede en una calle de un pueblo colombiano, pero también ese prisionero que implora piedad. Ciento setenta obras que en estos salones del Palazzo Ve nezia demuestran que Botero rescató del olvido y perpetuó para la eternidad desde la vida anónima en las calles colombianas hasta el horror de la barbarie moderna. Todo salvado del olvido...

Al anochecer, los ocho cientos invitados que asistieron a la apertura de la exposición, bajan a los jardines. El alcalde de Roma, galeristas y curadores y críticos, actores, hombres y mujeres de la televisión, algunos duques y condesas de la vieja Europa, muchachos y muchachas con la frescura de la belleza italiana, lo más granado del jet set romano -no propiamente el bogotano...- desfila primero por un bufete de entrada de cincuenta metros de extensión y después, bajo las palmeras y los jardines, toma asiento para una cena de once platos, servidos todos calientes por más de doscientos meseros, en una comida tan suntuosa que era como estar viviendo la película La dolce vita, de Federico Fellini, que inmortalizó la buena vida burguesa de la Roma de los años sesenta.

La cena terminó después de la media noche, y entonces algunos caminamos hasta la Fontana de Trevi, muy cerca del Palazzo Venezia, pero Anita Ekberg no se estaba bañando allí desnuda en la fuente que cae desde los ángeles, y antes del amanecer empezaron a vender los periódicos por esas callejuelas de la Ciudad Eterna, y en sus páginas anunciaban, a muchas columnas, que el evento cultural de Roma en este verano era la gran exposición sobre la obra en los últimos quince años del pintor colombiano Fernando Botero. El artista que derrotó al olvido.

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